Según los discursos oficiales, la justicia es igual para todos, aunque en España hace tiempo que nadie se lo cree. Según los últimos datos del INE, difundidos hace unos días, los españoles son los que peor nota ponen a la justicia (2,9) frente a la de los comunitarios (4,2). Si el malestar con la clase política es evidente, la desconfianza en la justicia no le va a la zaga. La sociedad observa que el peso de la ley es contundente en algunos casos y laxa según quienes sean los encausados. Tampoco hay que olvidar que si acudir a la justicia siempre ha sido artículo de lujo, con el invento de Gallardón de establecer unas tasas judiciales que desanimen de acudir al juzgado, está claro que pedir justicia en España se ha convertido en un sueño impagable.
La tan cacareada independencia del poder judicial, reiteradamente en boca de ministros, jueces y políticos en general, es hoy por hoy, percibida como falsa e hipócrita por el común de los ciudadanos. Al desapego y al descreimiento en este poder del Estado han contribuido la variedad de casos de corrupción, tan abundantes, que España parece una piscifactoría de corruptos a plena producción. Con el riñón cubierto y mucha pasta en metálico, en cuentas suizas, luxemburguesas o en las islas Caimán se pueden permitir abogados expertos en encaje de bolillos judiciales que dilaten los procedimientos de tal modo que casi resulte imposible ver el final del trayecto judicial. Pasa como con la crisis, el final del túnel sólo lo ven desde la parte alta de la pirámide pero la base de la misma, la que soporta el temporal y paga la estructura del estado no ve sino nubarrones con amenaza de tormenta. La justicia, en conclusión, es percibida como parcial porque se presiente la continua intervención del poder político y en esa alianza de intereses es imposible predecir un resultado honesto.
Tras el saqueo al que se ha sometido a España en los últimos años todavía nadie ha pagado las culpas del expolio. Por el contrario, hemos visto cientos de desahucios, despidos procedentes e improcedentes, encarcelamientos y causas contra manifestantes y huelguistas y un intento de criminalizar las protestas. De Francia llega un buen ejemplo, Sarkozy ha sido retenido, acusado de tráfico de influencias y de financiar ilegalmente su campaña presidencial y nadie arremete contra la imparcialidad del juez. Ya ven, como aquí, que la larga sombra de la financiación ilegal rodea la Moncloa y nadie sabe nada. Prietas las filas.
La guinda para adornar la crema del pastel judicial la ha puesto el caso Noos y la imputación de la infanta Cristina de Borbón. De las cosas sorprendentes que nos ha regalado este procedimiento, además de los sabrosos correos de Urdangarín y la vergonzante proclamación de inocencia de aquellos altos cargos políticos que pagaban al duque de Palma a cambio de humo, se encuentra la estimulante declaración de la infanta enamorada que, con un ataque de amnesia, pretende exculparse de responsabilidad. Hasta aquí llega la parte vistosa del sainete. Pero lo que asombra es que el fiscal anticorrupción de Baleares, Pedro Horrach, haya encontrado más argumentos para intentar desacreditar al juez instructor, acusándolo de prevaricador, que para representar dignamente al ministerio público. Como ha respondido el propio Castro, si cree lo que ha escrito, ya sabe lo que tiene que hacer, porque si no lo hace está él mismo desprestigiando su propia función. Si la justicia es igual para todos, la sentencia será la que corresponda en derecho. No debe haber miedo al juicio si es que vivimos en un estado sometido al imperio de la ley y no al que imponga una clase social dominante. No es de extrañar que muchos crean que estamos volviendo a la época del Lute, en la que mientras él iba a la cárcel por robar gallinas, en los salones del Pardo se convocaba a las élites y allí, reunidos los verdaderos delincuentes que saqueaban el país, brindaban con champán mientras sobornaban a los jueces.