Está claro que la proclividad hacia el sainete que tenemos en este país es parte de nuestra esencia. En las noticias de la semana hay materia de sobra para escribir varios, pero como el sainete siempre tiene su parte de drama, aquí estamos, llorando de risa, de pena y de rabia al mismo tiempo. Estos días, como muchos españoles, me he preguntado: ¿para qué sirve un ministro? Está claro que si tomamos como ejemplo a la ministra de Sanidad, Ana Mato, concluiremos que para poco o nada. Es más, la sinsustancia de sus declaraciones nos ha demostrado que sus comparecencias pueden causar más desconcierto que tranquilidad en la ciudadanía. De ella sólo sabemos que no vio jamás un supercoche Jaguar aparcado en su garaje y que nunca supo quien pagaba el confeti de los cumpleaños ni los viajes de lujo de su familia. Puede decirse que por no saber ni ver nada de nada llegó al gobierno de España. Es ya evidente que la actuación conjunta de Ana Mato y del deslenguado consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid pasará al libro de los disparates de este aciago período de la historia de España. El viejo sueño de ser gobernados por los “mejores” es una indudable utopía, pero al menos, seríamos más felices si consiguiéramos que no nos administraran los más incompetentes.
Mientras Teresa Romero se debate entre la vida y la muerte la incontinencia verbal de Javier Rodríguez ha desparramado despropósitos sin ningún pudor culpabilizándola de un supuesto error, insultando a la inteligencia de cualquiera con dos dedos de frente. Por otro lado, la actuación de Ana Mato ha sido incalificable tanto por acción como por omisión. Que el propio presidente del gobierno, que jamás mueve un dedo hasta que el edificio se desploma, haya tenido que poner al frente de la desastrosa gestión de la crisis del ébola a Soraya Sáenz de Santamaría, que parece la administradora única de todas las áreas del gobierno de España, es la mejor prueba de la incapacidad de la ministra. La petición de perdón del consejero de Sanidad, forzado por la ola de indignación que sus palabras chulescas y salidas de tono han producido, no borran ni su imprudencia ni la mala fe de sus acusaciones contra Teresa.
En la España actual, desangrada por la corrupción y la incompetencia, cualquier mediocre sin sentido puede ser nombrado ministro. En este caso la única virtud conocida de Mato son los servicios prestados a Mariano Rajoy cuando se tambaleaba como líder del PP. Premiar fidelidades con cargos de tan alta responsabilidad sin estar capacitados es una temeridad y un riesgo para el conjunto de un país asolado por la avaricia y la ambición de quienes creen que gobernar consiste en asistir a saraos y recepciones. Resolver problemas y no crearlos es sólo uno de los méritos que debe exigirse a cualquier gobernante. Pero, Ana Mato ni siquiera sabe para qué sirve un ministro. Ella y el consejero de Sanidad de Madrid son dos buenos ejemplos, aunque no los únicos, de la mediocridad instalada en las alturas del poder. Esto es para echarse a temblar. Cuantas más veces dicen que todo va bien, más miedo tengo. Mientras el viento sopla a favor el barco avanza pero al menor contratiempo, es decir, cuando un dirigente político debe demostrar su valía, es cuando se evidencia el grado de ineptitud de unos falsos líderes que sólo saben echar balones fuera y derivar las responsabilidades hacia los más débiles de la cadena. No se olviden de que la culpa de esta terrible crisis nos la han echado a nosotros por vivir, supuestamente, por encima de nuestras posibilidades, mientras ellos se afanaban, por ejemplo, en saquear las cajas de ahorro. En cualquier otro país, Mato y Rodríguez, hubieran dimitido por vergüenza torera o estarían ya fulminantemente cesados. Por cierto, en esta crisis, ¿dónde ha estado el presidente? Lejos, muy lejos de todos nosotros.