Vivimos en épocas inciertas, se intuyen cambios y toda mudanza genera desazón aunque, si hacemos caso a Unamuno, el porvenir no existe, porque “el verdadero porvenir es hoy. ¿Qué es de nosotros hoy, ahora? Ésta es la única cuestión. Y en cuanto a hoy, todos esos miserables están muy satisfechos porque hoy existen”. La incógnita es si seguirán siendo mañana. Los que se niegan a regenerar el lodazal en que nos encontramos son los que temen desaparecer, mejor dicho, los que temen ser expulsados al territorio del olvido por los mismos ciudadanos a los que engañaron.
Si toda España está inmersa en un desánimo general la única receta posible es el contrapunto de la esperanza de que algo cambie de verdad. Si evocamos el espíritu de angustia que invadió este país tras la humillante pérdida de Cuba, Puerto Rico y las Filipinas, es decir, si rememoramos la hecatombe de 1898, recordaremos que los intelectuales regeneracionistas se convirtieron en la vanguardia del pensamiento español aunque, como señala el profesor Santos Juliá, “Ganivet, Unamuno, Maeztu, Baroja, Martínez Ruiz, Maragall, disfrutaban haciendo literatura a base de la degeneración, parálisis y muerte de España”. En definitiva hicieron gran literatura absorbiendo en ella la indignación general pero su radicalismo intelectual no llegó a vertebrar y a encauzar soluciones para aliviar la angustia del pueblo español. Hoy estamos de nuevo en un momento histórico crucial, en igual decadencia moral y anímica. Se cuestiona el sistema, porque hemos constatado que el edificio de la Transición ha sido socavado por los abusos, la corrupción, el nepotismo y toques de autoritarismo que amenazan con desplomarlo ante las barbas de quienes se dicen guardianes de la Constitución de 1978.
Estos días los investigadores han encontrado el cadáver de Cervantes, el padre de nuestra mejor literatura, aunque como Unamuno, me pregunto si no sería mejor emprender “la santa cruzada de ir a rescatar el sepulcro de don Quijote del poder de los bachilleres, curas, barberos, duques y canónigos que lo tienen ocupado”. Con encomiable ironía, el filósofo añade “una vez, ¿te acuerdas?, vimos a ocho o diez mozos reunirse y seguir a uno que les decía: ¡Vamos a hacer una barbaridad! Y eso es lo que tú y yo anhelamos: que el pueblo se apiñe y gritando ¡vamos a hacer una barbaridad! se ponga en marcha”. Pero advierte que si alguien “les detuviese para decirles: «¡hijos míos!, está bien, os veo henchidos de heroísmo, llenos de santa indignación; también yo voy con vosotros; pero antes de ir todos, y yo con vosotros, a hacer una barbaridad, ¿no os parece que debíamos ponernos de acuerdo respecto a la barbaridad que vamos a hacer? ¿Qué barbaridad va a ser ésa?»; si alguno de esos malandrines que he dicho les detuviese para decir tal cosa, deberían derribarle al punto y pasar todos sobre él, pisoteándole, y ya empezaba la heroica barbaridad. ¿No crees, mi amigo, que hay por ahí muchas almas solitarias a las que el corazón les pide alguna barbaridad…? Ve, pues, a ver si logras juntarlas y formar un escuadrón con ellas y ponernos todos en marcha… a rescatar el sepulcro de don Quijote, que, gracias a Dios, no sabemos dónde está”.
Medito esta divertida historia evocando al héroe desesperado y vital que es don Quijote y presiento que en este año electoral muchos ciudadanos “quijotes” están dispuestos a arriesgarse una barbaridad para, desde la incertidumbre, abrazarse a la esperanza. A su vez, otros se afanarán en seguir ocupando sus lugares de privilegio. Reconforta que algunos intelectuales hayan decidido bajar a la arena, unirse a su pueblo en la calle y no sólo con la pluma. Hoy en el centro de la plaza pública, además de a los de siempre, veremos a poetas, escritores, filósofos y actores, al menos está asegurado que el discurso será más imaginativo y de más altura que la verborrea habitual. ¡Atentos!