“Habrá un día en que todos/al levantar la vista/veremos una tierra/que ponga Libertad”. Esta canción de Labordeta tejió muchos sueños allá por 1975. Mientras la cantábamos las cosas cambiaban y, digan lo que digan, nos sentimos orgullosos de la reinstauración de la democracia en España. Lo cierto es que se sumaron muchos entusiasmos colectivos, esa es la razón por la que somos multitud quienes estamos estupefactos de los derroteros que ha tomado la política española. ¿Cuándo fue que se fastidió todo?, nos preguntamos. Yo creo que la respuesta es compleja pero a la vez muy simple: todo sucedió cuando nos desentendimos de participar, de sentirnos parte protagonista del sistema, cuando dejamos de vigilar lo que pasaba con la gestión de nuestros impuestos, cuando se generalizó que pasábamos de política y de políticos.
Mirábamos sin ver, oíamos sin escuchar lo que sucedía a nuestro alrededor y subidos a la ola de la burbuja económica dejamos de dar importancia al valor real de las cosas. Fue nuestro desinterés el que hizo que una parte de la clase política creyera que todo el monte era orégano y muchos espabilados fueron escalando hasta gobernar nuestros ayuntamientos, comunidades, diputaciones y ministerios. Para algunos, sobre todo en los inicios de esta democracia, la política era la forma de dar voz a la ciudadanía aunque, para otros, se convirtió en el procedimiento más rápido para forrarse y escalar socialmente. Se olvidó el carácter ocasional de la dedicación política y la provisionalidad de los puestos. La política en el interior de los partidos relegó el debate ideológico hasta convertirse en una batalla para mantenerse en un puesto público bien remunerado. El objetivo se conseguía desde la subordinación a los aparatos de los partidos, que seleccionaban candidatos por fidelidad y pago de lealtades, no por capacidad. También creció la mala hierba y algunos se dedicaron a incumplir no sólo códigos éticos, sino a bordear la delincuencia practicando la prevaricación, el tráfico de influencias y la obtención de prebendas. Así hemos llegado al punto en el que estamos.
Ahora que se llama radical a cualquiera, es bueno recordar que radical simplemente es el que va a la raíz de las cosas, a la fuente del problema. Por eso ha llegado el tiempo de ser radicales en la exigencia de responsabilidades. Cada uno debe asumir su parte: lo políticos las suyas y los ciudadanos las nuestras. No puede consentirse la corrupción pero para erradicarla hay que extirpar la cepa dañada de cuajo desde dentro de los partidos y desde la sociedad con la fuerza del voto. Además, los partidos deben cuanto antes modificar el sistema de selección de candidatos e instaurar las listas abiertas, los sistemas de control deben ser independientes y el poder judicial no puede estar intervenido por el poder político.
Hay una clase política que ha defraudado, sí, pero no todos los políticos son iguales, ni son parecidas las motivaciones para dedicarse a la función pública. Es obvio que no puede construirse un sistema democrático sin políticos. La democracia da voz al que no la tiene y nos iguala más allá de la clase social a la que se pertenezca. El problema es que la democracia se está pervirtiendo en toda Europa. Cada vez es más evidente la soberanía de los poderes económicos y de sus vasallos, por eso es imprescindible recuperar la política para ponerla al servicio de la mayoría de la población. Si algo parece que comienza a cambiar es porque una parte muy importante de la ciudadanía ha decidido volver a participar y exige una forma de ejercer la política más pegada a la calle que a los centros de influencia económica. En este nuevo tiempo se buscan políticos que tengan algo que aportar, que armonicen lo que hacen y lo que dicen, con pasión por lo común y altruismo en la dedicación. La democracia tiene errores pero secuestrarla es el mayor de los castigos para un pueblo que se quiere libre. Ha llegado el día de volver a ser protagonistas y participar. Es la hora de volver a levantar la vista para reformar nuestra democracia y consolidar nuestra libertad.