Cuando Aylan Kurdi se deslizó de las manos de su padre se sintió, por primera vez en su vida, solo. La fuerza del oleaje capturó su cuerpo, con la cabeza sepultada vio que miles de niños, mujeres y hombres, con sus ojos perdidos en el dolor, alfombraban el fondo del mar. Allí no llegaban las bombas ni el ruido brutal de las explosiones, en la obscuridad de ese lugar frío y salobre sólo descubrió el silencio que proporciona el olvido. Por eso Aylán tuvo la fuerza, ya solo y perdido como estaba, de pedir al mar que lo dejara en la orilla para mostrarnos la crudeza de una guerra y un drama que sabemos que existe pero que no queremos ver. Cuando, en la playa de Bodrum, el guardacostas tomó a Aylan entre sus manos sintió el deseo de acunarlo, llevarlo contra su pecho como hacía con su hijo. La fragilidad de su imagen es la más dura y merecida bofetada que han recibido nuestras conciencias por volver la espalda a tantos países cuya población sufre las consecuencias de guerras promovidas por ambiciones, odios y religiones.