Acabamos de celebrar el Día de Europa y no es extraño que la jornada pareciera nublada, casi negra. El 9 de mayo de 1950, Robert Schuman defendió la idea de que sólo la cooperación política podría conseguir que se ahuyentara la posibilidad de un conflicto bélico en Europa. Es normal que, tras dos terribles guerras, la paz fuera el objetivo más urgente de una Europa devastada. Así nació una primera institución europea que gestionaba la producción de carbón y acero, y que, pasado el tiempo, se transformaría en la Unión Europea actual.
Reconozcamos que en España, hubo un tiempo en el que pensar en Europa abría grandes esperanzas. Desde la dictadura del general Franco y en el período de la transición democrática los ciudadanos añoraban sus principios fundacionales, es decir, los valores de respeto a la dignidad humana, la libertad, la igualdad, la salvaguarda de los derechos humanos, la democracia y el Estado de Derecho.
Cuando finalmente fuimos parte de ese proyecto europeo, nuestro país recibió un empujón económico que supuso la transformación de España. También compartimos el objetivo de que la Unión Europea se convirtiera en la Europa de las personas y de los pueblos, algo que hoy se ha tornado una quimera. Es preciso reconocer que genera un cierto regusto a decepción y, por qué no, a fracaso la situación actual de la Unión Europea. El proyecto común quedó truncado desde el inicio de la crisis económica en la que todavía estamos inmersos. Hemos retrocedido de forma evidente en uno de los pilares básicos que propiciaron su creación: la democracia. A estas alturas esta afirmación no es una opinión sino una constatación de la supeditación del poder político a otros poderes que nadie elige y que son más poderosos que los estados. Y esto es así porque se han permitido todo tipo de tropelías en una confluencia de intereses, en ocasiones, inconfesables.
Una vez que las ideas se pusieron al servicio de los intereses la desintegración de Europa como proyecto es sólo cuestión de tiempo. La contraposición interesada entre el Norte y el Sur, los ricos y los pobres, unida a la creencia entre los primeros de que los segundos éramos unos derrochadores inconscientes que progresábamos a su costa ha resultado demoledora. No crean que en algunas ocasiones no llevaban razón, sobre todo en los casos en los que la corrupción ha ido de la mano de proyectos faraónicos innecesarios. La fatal consecuencia de todo ha sido una política de austeridad que ha supuesto un brutal recorte de derechos y de servicios públicos y que no ha solucionado el problema del crecimiento económico ni la creación de empleo y de riqueza.
No es extraño que hasta el locuaz ministro de Exteriores, José Manuel García-Margallo, haya declarado, en un alarde de sinceridad, que “nadie puede gastar indefinidamente más de lo que ingresa, pero nos hemos pasado cuatro pueblos en el tema de la austeridad”. La posterior matización de estas palabras no resta importancia a su contenido, lo cierto es que se han impuesto inmensos sacrificios a una parte muy amplia de la población, sobre todo en los países del sur y, sin embargo, los resultados no han sido los esperados. Todo indica que puede haber un replanteamiento, igual que tiene que haberlo en la regulación de los paraísos fiscales, en la vigilancia estricta del sistema bancario y en otras muchas políticas que benefician a los oligopolios por encima de las personas. En este somero balance, no podemos olvidarnos del auge de movimientos políticos de ultraderecha antieuropea en muchos países como Polonia, Austria, Francia y la propia Alemania.
Europa vive una evidente decadencia, no hay un proyecto claro, más bien no hay proyecto que supere los nacionalismos que la integran. Europa está en la encrucijada. O se recuperan sus principios fundacionales y se devuelve la confianza a la mayoría social, o el antieuropeísmo y la insolidaridad romperán el sueño de la vieja Europa.