Subida en su cama la pequeña Mafalda, el genial personaje creado por Quino, miraba hacia abajo y concluía que era necesario tomar fuerzas para bajar al mundo cada mañana. No le faltaba razón, el mundo ha sido siempre un paraíso de ambiciones y violencias, de miserias humanas que devienen en catástrofes sociales y que cada día está más empeñado en autodestruirse que en regenerarse. He recordado a Mafalda y su candoroso llamamiento a la paz mundial al escuchar al Secretario General de la ONU, Ban Ki-moon ante la Asamblea General. Sus palabras han sido inusualmente duras y es que, a punto de despedirse, probablemente ha querido ser más sincero que nunca.
Ban Ki-moon ha criticado duramente el bombardeo, por aviones rusos aliados del presidente sirio Bashar al-Asad, de un convoy de la ONU que trataba de llevar ayuda humanitaria a los civiles acorralados en la zona de Alepo. “Los trabajadores humanitarios que entregaban ayuda eran héroes. Aquellos que les bombardearon son cobardes”, afirmó, aunque fue más duro al denunciar que en aquella misma sala había “representantes de gobiernos que han ignorado, facilitado, financiado, participado o incluso planeado y ejecutado atrocidades infligidas por todas las partes del conflicto sirio contra civiles” y denunció a las potencias que “siguen alimentando la maquinaria de guerra” en Siria y que tienen “sangre en sus manos”.
Como vemos no es el lenguaje habitualmente edulcorado de los diplomáticos pero la guerra en Siria es uno de esos episodios vergonzosos en la historia de la humanidad que el tiempo recordará con amargura. Las consecuencias de más de cinco años de guerra ha tenido como resultado un elevado número de víctimas civiles y que millones de personas, tratando de salvar sus vidas, huyan hacia Jordania, hacia Europa o allí donde no caigan bombas ni patrullen francotiradores.
No obstante, este conflicto también ha puesto a prueba la fortaleza del proyecto europeo. Puede decirse que esta guerra, que nadie quiere parar, ha evidenciado su debilidad. No es la primera vez que Europa no sabe qué hacer o no quiere hacer lo que debe. Ya ocurrió con las sucesivas guerras de los Balcanes, en especial con la de Bosnia. Europa no alteró su vida, como si la guerra no se estuviera produciendo en su mismo territorio. Parece que seguimos sin aprender nada. El concepto de solidaridad europea se ha quebrado y debemos reflexionar por qué. Estos días, en Alemania, la canciller Angela Merkel ha sufrido un serio revés en las últimas elecciones en Berlín a manos del partido ultraderechista Alternativa para Alemania. No es el único lugar de Europa donde la ultraderecha crece o incluso gobierna (Polonia). Esto es enormemente preocupante para el futuro de Europa y para la supervivencia de los valores humanísticos que la han vertebrado.
La crisis económica ha tenido dos consecuencias evidentes para los ciudadanos de la Unión Europea, en primer lugar, hemos visto y vivido un enorme retroceso en los mecanismos democráticos de nuestros países, hemos sido gobernados por tecnócratas de la austeridad que han impuesto una política económica que ha empobrecido a la mayoría social y destruido muchos de sus mecanismos de compensación públicos, es decir, su sanidad o su educación que hacen que los ciudadanos se igualen.
En segundo lugar, estos poderes, no elegidos democráticamente, han conseguido derivar las culpas de los malos resultados de sus políticas: la persistencia del desempleo o las rebajas de los salarios hacia otros todavía más desvalidos, los inmigrantes y los refugiados. Es una jugada redonda que puede tener éxito. Azuzar el miedo siempre da votos en períodos de crisis, ya ocurrió en los años treinta del pasado siglo en Alemania y en Europa. Desgraciadamente los hombres son muy propensos a tropezar dos veces en la misma piedra y a no escuchar las lecciones de la historia. El problema es que no podemos, como diría Mafalda, parar el mundo y bajarnos.