Las vueltas que da la vida, pensé al conocer la muerte de Fidel Castro. El año en que yo nací se firmaba el Manifiesto de la Sierra Maestra, una promesa democrática que quedaría para siempre en el rincón del olvido. El primer día del año 1959 los revolucionarios cubanos, que tanta pasión habían contagiado en muchas partes del mundo, hicieron su entrada triunfal en Santiago y después, en La Habana. Fidel proclamó que la “tiranía” había sido “derrotada” y millones de cubanos se sintieron libres ganando la confianza en su propio futuro. Más de medio siglo después el balance tiene luces pero también muchas sombras. Cuando llegué a la adolescencia los ecos de los revolucionarios todavía perduraban y sobre las camas de los jóvenes, que habían bebido en las fuentes del movimiento de Mayo del 68, continuaban las fotos del Che Guevara en blanco y negro con la estrella roja sobre la boina. Recién estrenada la democracia en España ya había mucha división de opiniones sobre los derroteros que había tomado el castrismo, incluso descontando los deplorables efectos del bloqueo económico norteamericano.
En plena transición Silvio Rodríguez y Pablo Milanés llegaron a España, los recintos se llenaban de universitarios y trabajadores que anhelaban un país mejor. Se alimentaban sueños y se peleaban cambios. Eran tiempos de grandes esperanzas, los jóvenes luchaban por un futuro que no les amenazase sino que les brindara oportunidades en justa correspondencia a su propio esfuerzo. Superando las dificultades este país se transformó, pero la ruleta de la vida gira a gran velocidad y de nuevo hemos vuelto a encallar en la decepción que es la estación previa al pesimismo.
Con Fidel hemos vuelto a comprobar que los líderes, incluso los que se creyeron eternos y se convirtieron en dictadores, se van y los problemas permanecen en sus pueblos porque jamás los abordaron. Nos lo recuerda la famosa canción de Carlos Puebla: “Aquí pensaban seguir/jugando a la democracia/y el pueblo que en su desgracia/se acabara de morir/Y seguir de modo cruel/sin cuidarse ni la forma/con el robo como norma… /y en eso llegó Fidel”. Pero Fidel no va a volver, el de la canción, el revolucionario, ya partió hace tiempo y sólo ese será absuelto por la historia.
Como nos toca vivir el tiempo presente me pregunto si a los pueblos del mundo les quedan tantas esperanzas como tuvieron los jóvenes de las anteriores generaciones. La sátira de la canción sigue vigente. Mientras las democracias languidecen, muchos ciudadanos del mundo han sucumbido al desánimo como si ya hubieran sido derrotados y aceptado un futuro peor que el de sus padres. El miedo a perder lo que tienen, poco o mucho, se ha instalado en jóvenes y mayores, sólo están seguros de su propia inseguridad. Este es el mejor caldo de cultivo de los ultranacionalismos, de la insolidaridad y de la injusticia. Cuando la verdad no importa, el análisis crítico se destierra y el discurso extremo es el que triunfa. Sólo así se explican el éxito del Brexit y Nigel Farage en Inglaterra, de Víktor Orbán en Hungría o el ascenso de Marine Le Pen en Francia. Lo del país vecino es paradigmático, Hollande se ha hundido por traicionar su propio ideario y François Fillon, mucho más conservador que su oponente Alain Juppé, ha ganado tratando de imitar a la ultraderecha. Europa vive un momento límite y para acabar de hacernos temblar sobre el futuro que nos espera sólo hay que recordar que Putin, en Rusia y Donald Trump, en EEUU son los nuevos vigías de la civilización. Sabemos que se admiran mutuamente y que juntos pueden llevarnos a alguna nueva hecatombe mundial. De los revolucionarios de todos los tiempos, en especial de los poetas represaliados, he aprendido que para desterrar la resignación hay que luchar porque “cuerpos que nacen vencidos/ vencidos y grises mueren” (Miguel Hernández).