España ya no es una península sino una isla rodeada por el océano de la corrupción. Al principio la ciénaga de mierda nos pareció un lago, desagradable, pero de dimensiones controlables. La voracidad de una clase política decadente e inmoral ha conseguido, con tesón, eficacia y años de dedicación a la mamandurria y al mangoneo convertir el lago en un mar de sorpresas tan inmenso como repulsivo. España ha pasado del estado del bienestar a ser un estado en permanente saqueo. El prodigio es sencillo: el enriquecimiento de unos convierte en endémica la pobreza de otros. Ese es el nuevo milagro económico español. En 2015, según los datos del Instituto Nacional de Estadística, 2,6 millones de españoles están en situación de pobreza severa. Sin estadísticas, también sabemos que una abundante y nutrida representación de políticos, mientras predicaban amor a España, nos vaciaban las arcas públicas y se forraban.
Pese a que es imposible ocultar por más tiempo la verdad en este país todavía hay quienes pretenden hacernos comulgar con ruedas de molino, mintiéndonos sin sonrojarse, y quienes están dispuestos a perdonar que el saqueo se producía mientras nos sermoneaban con la cantinela de que vivíamos por encima de nuestras posibilidades.
Como dice el humorista El Roto, ya no son necesarias las dictaduras porque nadie desobedece y porque, como dicen en la calle, nos tienen cogido el tranquillo. Esta es la realidad, solo levantamos la voz en los bares pero ante las urnas hay pánico al castigo. Por eso, en la cúpula del gobierno, Rajoy está tranquilo y el PP, también.
El asunto de Nacho González, el expresidente de la Comunidad es una bomba en el corazón del Estado. Algunos duermen ya en la cárcel de Soto del Real pero los consentidores, los encubridores, los correligionarios silenciosos, los fiscales amigos y una amplia panoplia de beneficiados siguen en sus puestos de mando. Esperanza Aguirre se ha visto obligada a dimitir por no haber vigilado este sucio negocio de comisiones pero no puede olvidarse que la financiación del PP estaba entre los fines principales de esta trama organizada. Un delito que el fiscal anticorrupción, el amigo Manuel Moix, ha evitado señalar en primera instancia.
Las escuchas telefónicas y la investigación han desvelado la tremenda complicidad y la confusión entre las redes corruptas de políticos y el poder judicial. Todo esto es muy grave porque vulnera la división de poderes, que es la garantía del buen funcionamiento de un estado democrático. Es un escándalo tan descomunal como el dinero del que se ha apropiado la trama corrupta. Pero hay más, Cristina Cifuentes haciéndose como dice ella, “la rubia”, que es lo mismo que hacerse la tonta, está aparentado ser lo que no es. Ha sido su testimonio el que ha exonerado a Francisco Marhuenda y a otros. Una vergüenza que oculta la complicidad de intereses con la prensa sumisa, no con el periodismo libre. Sin olvidar que Cifuentes y Rajoy son, al fin y al cabo, los beneficiarios de las campañas del PP financiadas ilegalmente.
La dimisión de Aguirre es insuficiente. Tanto Esperanza como Rita Barberá han sido utilizadas como cortafuegos para frenar el incendio del principal responsable político de todo este merduquero: Mariano Rajoy. El recado que le ha enviado Esperanza Aguirre, aunque solo sea por no vigilar, es un aguijonazo en la conciencia no solo del presidente sino de muchos militantes del PP. Mariano Rajoy está en el centro de la ciénaga, no sentado en una nube, por eso tiene que ir a declarar a la Audiencia Nacional, algo sin precedentes en esta democracia ultrajada. Si le queda un poco de lo que debe tener un buen político, es decir, dignidad y sentido de estado, debiera dimitir antes de esa fecha. No va a hacerlo, pero puede ser que del pudridero de la corrupción salga, sin esperarlo, el final de un cuento de ranas en el que el único príncipe sea, tarde o temprano, la verdad y ojalá que también la justicia. Hace mucho que algunos extraviaron la decencia, pero la ciudadanía no puede perderla. Es hora de hacerles sentir vergüenza, no de consentir sinvergüenzas.