En el 39 aniversario de la Constitución española se ha hablado de su posible reforma. En la calle, muchos nos preguntamos si alguien sabe adónde vamos. Sería frustrante que el final de este camino sea otra decepción más a añadir a la larga lista de desengaños que llevamos acumulados. Los últimos años han sido prósperos en mediocridades, corrupciones y otras miserias que empañan nuestro optimismo ante un futuro que, desde que el mundo es mundo, se rige por el principio de incertidumbre.
Durante la Transición, ni tan glamurosa ni tan desastrosa como proclaman de uno u otro lado, había algo que marcaba el camino y aunaba voluntades, mayoritariamente queríamos una Constitución homologada con la tradición democrática occidental que nos permitiera entrar en Europa y garantizara la convivencia. Sabíamos de dónde veníamos: una dictadura y a dónde queríamos llegar: una democracia. España es hoy un país diferente, muy diferente al de 1978 pero con retos muy complejos y muy distintos a los de entonces que nuestros representantes no deben esquivar.
De las decisiones de hoy depende el porvenir. Los efectos de la crisis económica persisten todavía. Pueden contarnos lo que quieran pero está constatado que no hemos recuperado lo perdido en derechos laborales ni sociales suprimidos en la práctica. La precariedad y la baja calidad del empleo que se crea es la prueba que rebate el optimismo gubernamental.
La crisis política e institucional sigue agravándose. La desconfianza que ha generado la corrupción y la mediocridad de esos políticos, preocupados solo de forrarse, ha minado la credibilidad de todas las instituciones del Estado. El deterioro no va a solucionarse con más apaños. Es necesario reformar la Constitución para incorporar en torno a ella a las nuevas generaciones que no la votaron, para incluir derechos sociales entre los derechos fundamentales, profundizar en la independencia judicial y en la participación ciudadana.
El PP es el más reacio a la reforma porque la condiciona solo al problema territorial. Es el terreno en el que se ha sentido muy cómodo desde hace años y ya ven ustedes a dónde hemos llegado. La miopía de Rajoy niega la trascendencia del problema, la reforma no debe hacerse para contentar a los secesionistas, dice. Claro que no, a ellos no va a satisfacerlos nada, salvo la independencia. La Constitución debe reformarse para ilusionar a los españoles, para aglutinar en torno a ella a más ciudadanos en vez de a menos. Hay que dar respuesta al problema territorial afrontando la desigualdad que es el sustento de la quiebra social que se está produciendo y devolviendo a las instituciones la credibilidad perdida tras años de corrupción. Para lograrlo hay que consensuar el proyecto de España, de la España actual, comprendiendo su pasado pero mirando hacia el futuro. A lo mejor para conseguirlo hay que renovar a ciertas élites que se han sentido muy cómodas en esa ciénaga moral llena de ranas que ha gangrenado nuestras instituciones democráticas que conseguimos con dolor y renuncias.
Mientras esto escribo más de 45.000 catalanes se manifiestan en Bruselas, hablan de ausencia de libertades, de presos políticos y de persecución ideológica. La libertad de expresión de la que gozamos en Europa permite decir muchas cosas aquí y allí. Los manifestantes pedían una Cataluña independiente pero seguramente no había entre ellos una nutrida representación del casi medio millón de parados que hay en Cataluña, ni personas dependientes que se quedan sin ayudas, ni víctimas de la desigualdad de una sociedad empobrecida. Afrontar el problema supone huir de los dos polos que se atraen tanto como se necesitan. Yo creo que hay muchos que creemos en el futuro de una España de todos por eso exigimos reformas compartidas para no sentir, como decía Machado, que vivimos “entre una España que muere y otra España que bosteza”.