Cuando toleramos lo que nos parece mal, cuando guardamos silencio ante una injusticia, un abuso, un delito nos volvemos cómplices y lo sabemos. Sin embargo hacemos como que no nos damos cuenta porque el grupo, la sociedad nos vuelve un poco egoístas y bastante hipócritas. Nos volvemos ciegos, mudos y sordos hasta que estalla el escándalo y entonces nos rasgamos las vestiduras como si nada supiésemos. Cuando la denuncia alcanza su punto máximo y rompe el círculo donde ocurrían los hechos entonces condenamos, criticamos y ponemos el grito en el cielo pero, al tiempo, nos olvidamos y la rueda vuelve a girar. Al fin y al cabo en este mundo todo va y vuelve, sobre todo la maldad, siempre la injusticia.
Acaba de fallecer Bernard Law, el cardenal que encubrió en Boston uno de los mayores casos de pederastia. Cientos de abusos sexuales de sacerdotes a niños que fue destapado por el Boston Globe. Una investigación periodística rigurosa que ennoblece a la profesión. Era el año 2002, el escándalo llenaba de asombro al mundo entero. En realidad, en el entorno de su diócesis se sabía, se sospechaba, se intuía, se compraban silencios y se silenciaban denuncias. La Iglesia católica, como todas las organizaciones, no temen el delito y, en este caso, el pecado sino el escándalo. Sobre todo, que no se sepa, echar tierra encima, enterrar la ignominia porque el tiempo todo lo cura. El alboroto fue mayúsculo, la película Spotlight, ganadora de un oscar en 2015, contó lo sucedido. Pese a todo el purpurado ha vivido estos años tranquilamente en Roma como arcipreste de Santa María la Mayor. Ha muerto sin haber comparecido ante ningún tribunal civil ni parece ser que religioso. Desconocemos, cuando esto escribo, si la justicia divina le tendrá reservado un pedestal destacado en el infierno, un lugar que ya conocieron en vida las víctimas de sus encubrimientos. Si sabemos, porque lo ha informado la Santa Sede, que su funeral tendrá lugar en la basílica de San Pedro. Vamos, que no digo yo que el cardenal no deba ser enterrado, pero no en el corazón del Vaticano en una ceremonia concelebrada por arzobispos y obispos, con la asistencia del papa Francisco que no sabemos si pedirá perdón a las víctimas de los abusos por haberlas olvidado tan pronto como cedió el clamor del escándalo.
En la sede mundial del glamour, en la Meca del Cine el brillo de las estrellas más refulgentes ya no centellea ni por Navidad, ya se sabía que durante décadas algunos productores, directores y mandamases de la industria cinematográfica habían practicado el abuso y la coacción a las actrices. El mal parecía endémico. Muchos sabían, muchos callaban y muchos, sobre todo mujeres, sufrían para sostener sus carreras o para evitar concluirlas si decían que no al depredador de turno. Los casos de Kevin Spacey, Brett Ratner y de otros han precipitado un tsunami. No obstante, el caso de Harvey Weinstein uno de los más influyentes productores, ha sido una bomba que ha convulsionado la industria del cine americano. Solo unos días después de que The New York Times y The New Yorker (otro éxito del periodismo serio) destapara los abusos sexuales cometidos por Weinstein durante décadas la Academia de las Artes de Hollywood lo ha expulsado. Es algo sin precedentes pero que marca el camino para la erradicación de estas prácticas delictivas. Ahora son decenas de actrices, todas ellas muy conocidas, quienes se han decidido a denunciar violaciones y acoso, algo que muchos encubrían. De nuevo, el estallido del escándalo puede frenar los abusos, hasta que de nuevo gire la rueda de la maldad. Muchos se preguntan por qué se tarda tanto en denunciar, la respuesta es sencilla, la vergüenza y la humillación son difíciles de confesar y el poder de los agresores a veces asusta. Imaginen a muchas mujeres que sufren cotidianamente estas agresiones en el trabajo y que encima tienen que aguantar, incluso de otras mujeres, que ellas se lo andaban buscando.
No se puede aceptar lo intolerable y eso solo se consigue no cerrando los ojos ni callando los abusos, sean de la índole que sean, salvo que decidamos instalarnos para siempre en la hipocresía renunciando, por miedo, a nuestra dignidad.