Al fin, en Cataluña hay president. Es éste un hecho cierto aunque todo indica que a la Generalitat no ha llegado todavía el sentido común. A la biografía de Quim Torra le precede su adscripción a la xenofobia y al supremacismo, ideologías excluyentes y parafascistas que dan mucho miedo. A mí, al menos, no me tranquiliza que en uno de los momentos más complicados de nuestra historia reciente llegue a presidir el autogobierno catalán un tipo que ha hecho del insulto racista su bandera. No sólo se ha elegido a un títere a las órdenes, no de los electores, sino de otro títere designado en su día por un Artur Mas rodeado de corrupción y de fracasos. El nuevo president ha dejado claro que no pretende serlo de todos sino de una parte a la que le están falseando la realidad. La cosa ha comenzado fatal.
Los independentistas, nacionalistas de derechas, de izquierdas o antisistemas, envueltos en contradicciones inexplicables y en una realidad paralela, han elegido a un gobernante peligroso incluso para sus propios intereses. Sus obsesiones no obedecen a las aspiraciones de la totalidad de los catalanes sino a un misterio profético que les salvará de la “crisis humanitaria” en la que dicen vivir. Torra no está al servicio de la ciudadanía catalana en su conjunto, sino a las órdenes del expresident Carles Puigdemont, que prometió liberar a su país de la opresión pero huyó sin atreverse a culminar el desafío de la República catalana. Siempre he desconfiado de los patriotas que se esconden tras las banderas y se olvidan de las personas.
¡Qué fácil es pervertir el lenguaje! Hablar de democracia y olvidar a más de la mitad de tu propio pueblo, hablar del derecho a decidir e ignorar el derecho a pensar distinto. En fin, es difícil pasar de lo abstracto a lo concreto, de verbalizar palabras grandilocuentes a mejorar la vida cotidiana, de proclamar lealtades inquebrantables a ponerse al servicio de los ciudadanos.
A Quim Torra pueden ocurrirle dos cosas a partir de ahora: que quede preso de su obediencia al prófugo que vive en Alemania o que el poder nuble, todavía más, los confines de su inteligencia. Todo es posible en aquellos políticos que se creen predestinados para culminar mandatos que el pueblo soberano no les ha encomendado. En este caso, la sentencia de las urnas nunca fue proclamar la independencia por mucho que hayan ganado las elecciones. El diputado de los Comunes, Xavier Domènech, le formuló a Torra una pregunta cuya respuesta hubiera sido interesante conocer:
“-¿Qué piensa usted de los españoles? Porque entonces sabremos qué piensa de Catalunya. Un 70% de catalanes se sienten también españoles en mayor o menor medida” (…) Si yo hubiese hecho los tuits que usted publicó, -añadió- no me atrevería a presentarme como candidato a presidir la Generalitat; un país dividido contra sí mismo es un país que no puede subsistir”.
No hubo contestación, por eso es evidente que Quim Torra será a partir de ahora, dueño de su silencio y esclavo de sus palabras. Sus palabras son los insultos, su silencio proclama que no tiene un proyecto que compartir, no pretende restablecer la convivencia entre todos los catalanes sino continuar con el desafío. Veremos.
En Cataluña la ciudadanía está partida, rota y desolada, son más los que no ven el futuro con esperanza. En el resto de España, el hartazgo nos lleva por el territorio del olvido. Es decir, estamos del procés hasta el moño. La miopía de este nuevo líder del procesismo es infinita porque siendo grave el desafío al estado, no lo es menos la factura social, soterrada o explícita, que en Cataluña se ha producido.
Creo que el gobierno de Rajoy está pagando sus propios errores, que no son pocos ni pequeños, pero tarde o temprano los independentistas, ahora envalentonados, pagarán los suyos. No soy muy optimista sobre la duración de esta locura pero tengo claro que Rajoy, pasará; Puigdemont, pasará; Torra, pasará y España y Cataluña les sobrevivirán.