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La culpa es de Satanás

Según el papa Francisco, “las personas consagradas”, “escogidas por Dios para guiar las almas a la salvación” cuando “se dejan dominar por su fragilidad o enfermedad humana”, “se convierten en herramientas de Satanás”. Según el Vaticano el culpable de la plaga de pederastia que está socavando los cimientos de la iglesia, tras haber poseído a infinidad de clérigos en todo el mundo, no es otro que Satán. Cuando se descubre a un endemoniado la Iglesia católica prescribe un exorcismo. Siguiendo su propia doctrina si la conclusión de la cumbre vaticana del pasado fin de semana ha servido para certificar que el cuerpo místico de Cristo, es decir, la iglesia católica universal, está poseída por Satanás, los jerarcas de la iglesia debieran autopracticarse un exorcismo global que expulse de su seno al maligno que la carcome.

El escándalo de los abusos es de tal proporción que, aunque la cumbre sea ciertamente histórica, la pobreza de sus conclusiones hace que las víctimas se sientan engañadas. Confesar que han acogido en su seno durante decenios a personas que se han dejado tentar por el demonio de la carne, no es suficiente. Pedir perdón y quedar absueltos del pecado, tampoco. Porque el pecado que han cometido es un delito y no se redime con un padrenuestro y tres avemarías sino con la condena que estime pertinente el tribunal de justicia que sentencie unos hechos punibles en cualquier legislación. La obligación de poner en conocimiento de la justicia los casos de abuso o violación por parte de las autoridades eclesiásticas es imprescindible para poner coto a un problema, vergonzosamente negado hasta hoy por una iglesia enferma de autocomplacencia y que, desde la impunidad, ha encubierto, silenciado y tolerado la comisión de delitos de quienes usan la sotana para someter a los más débiles.

La iglesia española no se ha librado del cinismo que se practica en la institución que preside el papa Francisco. El cardenal Blázquez, al frente de la Conferencia Episcopal, a su regreso de Roma, confiesa que incluso lloró con los testimonios de las víctimas pero en España ha sido incapaz de recibirlas, de escucharlas o de consolarlas. Con las lágrimas de cocodrilo derramadas se ha lavado las manos como Pilatos para seguir en el encubrimiento. Dice que no tiene autoridad para pedir a las diócesis una investigación sobre los abusos cometidos en cada una de ellas. Imagino que el ingreso, el miércoles, en la cárcel de Melbourne (Australia) del cardenal George Pell, número tres del Vaticano, por cinco delitos de abuso en los años 90, ha llenado de temor a algunos clérigos si la justicia civil actúa escuchando a las víctimas del pasado.

En medio de esta cumbre fallida el papa Francisco ha hablado del papel de la mujer en la Iglesia advirtiendo que el feminismo puede convertirse en “un machismo con faldas”. Está claro que el machismo, practicado secularmente en la Iglesia desde la época de María Magdalena, les impide ponerse en el lugar de las mujeres. El feminismo no pretende vengarse de los hombres sometiéndolos a las humillaciones y abusos que ellas han sufrido desde que el mundo es mundo, sino que busca la igualdad. Nosotras no queremos ser ellos, queremos ser iguales para poder decidir sin que ningún hombre, aunque lleve sotana, nos diga qué hemos de hacer con nuestra libertad. No entiendo esta fiebre que les ha dado a algunos por menospreciar a las mujeres olvidando que muchos avances sociales de los que disfrutamos son fruto de la lucha paciente de las feministas de todos los tiempos. Hace un año, el obispo de San Sebastián, José Ignacio Munilla nos iluminó afirmando que el feminismo llevaba el demonio dentro. Me alegra saber que el papa ha conseguido averiguar que también ha penetrado a la Iglesia. De momento el feminismo solo ha violentado las cadenas de la injusticia, por el contrario, los abusados por clérigos siguen clamando que se haga justicia.

María Antonia San Felipe

Sobre el autor

Funcionaria. Aficionada a la escritura que en otra vida fue política. "Entre visillos" es un homenaje a Carmen Martín Gaite con esa novela ganó el Premio Nadal en 1957, el año en que yo nací.


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