Esperanza llevaba sentada frente al televisor desde primera hora de la mañana. No había dormido en toda la noche. Las emociones siempre le alteraban el sueño. Desde ahora, el 24 de octubre sería para ella un día especial. El helicóptero se elevó despacio, el féretro del dictador viajaba dentro. Respiró profundamente y se dio cuenta de que el corazón le latía rápidamente. Un suspiro hondo culminó en un estremecido sollozo. Rodaron las lágrimas como si llevaran años contenidas y la emoción las hubiera desbordado de pronto. No hizo amago de enjugarlas, era mejor dejar libre la emoción.
Apagó el televisor. No quería ver más. El dictador ya no estaba dentro de aquel mausoleo faraónico que él mismo había ordenado construir como una afrenta a sus propias víctimas. Allí quiso ser enterrado, rodeado de ellas.
―No cabe mayor maldad —pensó con una mezcla dolor y de conmiseración― Debía tener pelos en el corazón.
Aquel lugar era para ella un recinto maldito construido con el sudor y las lágrimas de los presos. Un inmenso cementerio en el que la dignidad fue desde el inicio la principal víctima que quedó enterrada en Cuelgamuros.
―Es la humillación el material que utilizó Franco para ser inhumado como si fuera un faraón — se dijo a sí misma mientras acudía a la cocina a preparar la comida.
Después de comer, conectó, como cada día, el informativo. Entrevistaban a políticos que hablaban de profanación, de mirar al futuro y frases hechas sobre que no es bueno reabrir heridas.
―Reabrir heridas que nunca se cerraron -habló en voz alta- No se puede mirar al futuro dejando abierta la puerta del pasado. Yo solo quiero poder enterrar a mi padre en el cementerio de su pueblo antes de morirme. Sacarlo de la cuneta, enterrarlo con dignidad. Yo he perdonado a todos.
De nuevo volvió a llorar. Recordó el día que fusilaron a su padre, con los detalles que le había contado su madre que quedó viuda con tres hijos y otro en camino. A los dos meses nació muerto. En el pueblo todos sabían quienes habían matado a su padre y a otros muchos, dijeron que por ser del sindicato o socialistas. A Pedro, el Moreno, lo mataron porque uno de los matones pretendía a su novia y ella le dio calabazas, que lo sabía todo el pueblo.
Su madre quedó en la miseria, les quitaron las tierras y el ganado. Al tiempo, tras meses llorando, empezó a llevarlos a misa todos los domingos. Portaros bien, les decía, a ver si alguien me da trabajo. El médico la puso a trabajar en casa y así pudimos sobrevivir algún tiempo hasta que pudimos los hijos ayudarla. Todos los días su madre, para ir a casa de don Modesto, pasaba por delante de la puerta del hombre que mató a su padre, le llamaban el Jilguero, porque siempre cantaba después de los fusilamientos. La primera vez que se cruzaron, su madre se amedrentó pero a partir de entonces cuando se lo encontraba levantaba la cabeza con orgullo. Al fin y al cabo, su marido no había hecho nada malo, el asesino era el Jilguero. Recordó Esperanza, con angustia, el día que ETA mató a Miguel Ángel Blanco. Cuando apareció el cadáver su madre lloró amargamente.
-Al menos, a este pobre chico su familia tendrá un sitio para ir a llorarlo- exclamó delante del televisor.
Estuvo durante días mustia, como si los recuerdos hubieran revivido de nuevo.
***
La historia no se borra ni se cambia, pero el olvido o las mentiras no construyen el futuro. En 1978 la democracia triunfó en España, la dictadura fue repudiada por los españoles y nadie debiera exaltarla como un tiempo feliz porque no lo fue. Todos los demócratas debieran estar de acuerdo en ello. La exhumación del tirano es un acto que dignifica nuestra democracia por mucho que algunos griten lo contrario.