Si lleváramos cuentas de la cantidad de mentiras que nos venden como verdades, aunque restáramos las que damos por buenas sin serlo, podríamos concluir que la suma tiende a infinito. El 8 de abril del 2003, cuando las tropas de EEUU entraban en Bagdad un carro de combate disparó contra el hotel Palestina, alojamiento habitual de los periodistas, y asesinaron a José Couso, cámara de Telecinco. Las explicaciones oficiales contaron que había sido un trágico accidente al confundirlos con enemigos. La increíble explicación de EEUU fue aceptada sin rechistar por el gobierno de Aznar, socio de George W. Bush en esta guerra iniciada contra el criterio de la ONU. Ni la opinión pública se lo creyó ni la familia se resignó.
Casi 17 años después, la Audiencia Nacional acaba de confirmar que la familia de Couso no recibió ningún apoyo diplomático del gobierno de España que se negó a exigir a EEUU la búsqueda de los responsables del asesinato. Por si el abandono no fuera ya en sí mismo un agravio imperdonable, los tribunales españoles debieron dar carpetazo a la investigación al recortar el gobierno de Mariano Rajoy los supuestos de la justicia universal. Cuando el dolor ya es añejo, la Justicia obliga al Estado a indemnizar a la familia con 182.000 euros. No es dinero lo que buscaba la familia sino sentar en el banquillo a los culpables. Una vez más comprobamos que, además de clases sociales, también tenemos clases de víctimas: las que se recuerdan y las que se olvidan. Fíjense en la hipocresía cotidiana en la que vivimos. No es comparable pero sorprende ver cómo estos días, en EEUU, un tribunal ha condenado a IKEA a pagar una indemnización de 41 millones de euros a los padres de un niño de dos años que murió aplastado por una cómoda en 2017. Se ponen ambas noticias juntas y angustia ver lo que ocurre cuando tu país te abandona para ocultar la mentira del poderoso.
Amaneció el año y de nuevo las noticias nos llevan al mismo lugar en el que José Couso fue asesinado, es decir a Bagdad y a ese Irak destruido por las mentiras que justificaron la guerra que derrocó a Sadam Husein. El general Qasem Soleimani, comandante de la fuerza de élite Al Quds de la Guardia Revolucionaria iraní, fue asesinado por orden del presidente Trump en una operación con drones ejecutada por el ejército de EEUU. También en Irak ha tenido lugar la respuesta iraní al atacar dos bases norteamericanas. Nuevamente Irak y el miedo a un estallido bélico en un país arrasado. En este clima de acción/reacción, un avión de una compañía ucraniana fue derribado nada más despegar del aeropuerto de Teherán. Han muerto 176 personas, iraníes y canadienses de igual origen. El gobierno de Hasan Rohaní ha reconocido, tras dos días negando las evidencias, que el sistema de defensa antiaérea iraní confundió el Boeing 737-800 con un misil de crucero estadounidense. La negación de la verdad ha hecho que las calles de Teherán se llenen de manifestantes. El régimen teocrático iraní lo ocultó porque no puede permitirse más tensión interna contra el gobierno. La mentira no ha podido ocultar la verdad. Las justificaciones de Trump para asesinar el general iraní pueden ser ciertas pero hay quien piensa que es la forma de ocultar el impeachment por abuso de poder y obstrucción a la Justicia en un año electoral. Trump agita el miedo para exaltar el patriotismo y asegurarse la reelección. Ya ven, en ambos casos, las mentiras y las medias verdades son tanto el escudo como el instrumento para sacar beneficios políticos en clave interna. Todo muy evidente y muy peligroso.
Los ciudadanos del mundo vivimos sentados en un polvorín ajenos a la fragilidad del hilo del que pende nuestro futuro y que mueven dirigentes excéntricos que solo piensan en ellos. Nuestra aparente vida tranquila, tan mentirosa como los anuncios de la tele, siempre depende de un nuevo embuste. Un chispazo puede activar la hecatombe, ya ocurrió en Sarajevo en 1914 cuando muchos soñaban que eran felices.