«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». Así comienza Cien años de soledad, la gran novela de Gabriel García Márquez. No me encuentro en la tesitura trágica del coronel pero siempre recordaré el día en que mi padre, siendo una niña, me llevó a ver un partido de fútbol en ‘La Planilla’. El balón corría y todos iban tras él. De pronto, ocurrió algo que no sabría precisar y aquello acabó en un tumulto contra un señor vestido de negro que también corría pero sin tocar la pelota. Luego supe que aquel señor era el árbitro y terminé creyendo que el juego consistía en rodearlo, insultarlo y amedrentarlo.
Muchos años después de esta experiencia me vi en la obligación de presidir corridas de toros en mi querida ciudad porque, tras un monumental follón y una lluvia de insultos en una tarde de toros blandos, nadie quería asumir la dirección de los festejos taurinos. El episodio del árbitro regresó a mí cuando desde el palco presidencial escuchaba con estoicismo creciente el chaparrón de insultos espontáneos o provocados que en fiestas se daban cita «a las cinco de la tarde./¡Ay qué terribles cinco de la tarde!». Así aprendí que cuando una multitud se reúne y surge un chispazo, inesperado o inducido, el ambiente se vuelve irrespirable, como si la cita fuera para aflorar lo peor de uno mismo. Muchos, diluyendo su propia responsabilidad entre la muchedumbre, son capaces de acciones a las que ellos solitos no se atreverían. Ocurre que gentes estupendas dan rienda suelta al monstruo que todos llevamos dentro y alentados por ser uno más de los que gritan, insultan o agreden se mimetizan en salvajes que liberan la adrenalina reprimida a diario por las convenciones sociales. Más o menos así somos.
Lo que le ha ocurrido al futbolista Vinícius Júnior en las gradas de Mestalla tiene mucho de esto pero incrementado con otro elemento clave: el desprecio al otro, al diferente. En este caso, el otro es un negro al que se puede llamar mono como si los blancos no tuviéramos idéntico origen. Que el racismo y la xenofobia afloran en los campos de fútbol y crecen alrededor nuestro es un hecho. Hay quienes creen que Vinícius es un provocador pendenciero pero eso no niega su condición de víctima de un racismo intolerable. Por eso hay que cortar de plano que se normalicen los insultos racistas y las discriminaciones por el color de piel. Los discursos que alientan la xenofobia y el racismo deben ser afeados por la propia sociedad. Quienes dicen que todos los seguidores del Valencia y toda España es racista no solo exageran sino que mienten. Frenar con contundencia a los que sí lo son, porque haberlos, haylos, es lo que demostrará que este país no lo es.