La detención del sacerdote Francisco J.C. (desconocemos sus apellidos) en Vélez-Málaga por cuatro acusaciones de agresión sexual bajo sumisión química y cinco delitos contra la intimidad ha terminado por ser una noticia aterradora. Los hechos son execrables sea quien sea el que cometa delitos tan horrendos pero que haya sido un cura, teóricamente al servicio de su comunidad, los hace todavía más repugnantes. En cualquier colectivo puede haber manzanas podridas pero lo ocurrido ha puesto en evidencia la insuficiente y pusilánime actuación de la Iglesia católica ante comportamientos infames relacionados con el sexo. Hace demasiado tiempo que la jerarquía católica debió ser contundente en la protección de las víctimas antes que en el ocultamiento no de pecados, sino de delitos.
Hace dos años, el obispo de Solsona renunció a su cargo. Pronto se supo que este prelado, que promovía métodos curativos para homosexuales además de ser el exorcista titular de la diócesis, había sido tentado por el diablo, que no tenía nada mejor que hacer, y se enamoró de una escritora de literatura erótica. El asunto tuvo tintes de comedia pero, en definitiva, entabló una relación consentida con una mujer que hoy es su esposa. Aunque incumplió su voto de castidad y pecó mortalmente para la Iglesia no incurrió en delito alguno y él mismo actuó en consecuencia. Le deseo lo mejor.
Pero el caso del llamado padre Fran no es asunto para bromas. Los presuntos delitos que ha cometido no justifican la timorata respuesta de la Iglesia que, una vez más y van miles, ha actuado desde el silencio, el encubrimiento y el menosprecio a las víctimas. El pasado enero la pareja del sacerdote (incumplía el celibato) acudió a la vicaría de Melilla para comunicar tanto su relación amorosa como el hallazgo de material pornográfico que podía ser delictivo. La Policía Nacional ha explicado que no se trata de pornografía sino de la grabación de violaciones de sus víctimas a las que drogaba para mantenerlas inconscientes. El obispado de Málaga ni abrió investigación interna alguna ni interpuso denuncia, simplemente trasladó al sacerdote ‘por motivos de salud’. Fue en julio cuando la pareja del cura acudió a la Policía Nacional y así comenzaron a identificar a las víctimas que aparecían en los vídeos que ignoraban haber sido sexualmente agredidas. Tal es la dureza de las imágenes que tres de las cinco mujeres denunciantes no han querido verlas. El 10 de septiembre fue detenido tras oficiar misa y este lunes, temiendo el escándalo, le han retirado las licencias sacerdotales. Por su propio interés la Iglesia católica debe cambiar, no puede ser madre para los agresores sexuales y madrastra para sus víctimas, su hipocresía suma infinitas desgracias personales ocasionadas por delitos que ocultan desde siglos.