“¿Qué es nuestra historia –desde el asesinato de Caín hasta los hornos de gas y la incineración nuclear-, sino la crónica de lo inhumano? Citar la frase «el hombre es un lobo para el hombre» es insultar a los lobos”. Así lo creía el gran pensador George Steiner. Su crudeza y rotundidad nos inquietan cuando las guerras nos rodean, aunque las ignoremos, porque nos recuerdan la fragilidad y volatilidad de cuanto creemos seguro en nuestras vidas. Todo puede estallar en un minuto a nuestro alrededor sin que podamos evitarlo. Constatar la ausencia de humanidad, de compasión y piedad del ser humano y de muchos de sus dirigentes, estremece. Sería hipócrita aquietar nuestras conciencias haciendo como que no vemos.
Vivimos momentos clave para el futuro de la humanidad, desde la inhumanidad que supone acostumbrarnos a ver matanzas generalizadas de la población civil, de niños, de bebés, de ancianos en Ucrania, Siria, Israel, Gaza, Yemen y en tantos sitios que ya hemos olvidado, donde sólo crece la muerte y ni la ayuda humanitaria llega. En esos campos de difuntos y lágrimas aflora el odio. A él se llega por la desesperación, por la pérdida de toda esperanza, pero también por la negación de los derechos del otro, del fundamentalismo religioso, del nacionalismo excluyente, del racismo y de la maldad. Estamos en una escalada de odio y el deseo de venganza lo ha convertido ya en una amenaza para la paz mundial. A esta humanidad va a destruirla su propia inhumanidad. El afán de venganza no puede alentarse desde la indiferencia, cómoda e indolente del resto, porque nos hace cómplices de la hecatombe que se avecina.
Todo esto estimula y anima a las células durmientes de terroristas de todo signo dispersas por el mundo. Resurgen los lobos solitarios asesinando, de 26 puñaladas, a un niño de seis años de origen palestino que vivía con sus padres en Chicago. O al artífice del asesinato, en Bruselas, de dos ciudadanos suecos cuando iban al fútbol, con un fusil kalashnikov al grito de ¡Alá es el más grande! Odio, fanatismo, venganza y muerte son los jinetes de un apocalipsis cíclico, una maldición que nos negamos a aprender de la historia.
Estos días en los que muchos, millones de seres humanos, no encuentran el consuelo a su desesperación, me pregunto si el odio puede contenerse, meterse en una cajita, aislarse al ponerle la tapa y esperar que nadie la abra jamás. Pero esto es un vano deseo, un disparate cargado de impotencia. Tanto odio no cabe en esa caja abierta por Caín, según cuentan, al inicio de los tiempos. Para cerrarla debiéramos restaurar nuestra perdida humanidad y frenar las ansias de venganza. Quizá el único camino que nos queda es recuperar el viejo anhelo de la fraternidad mundial. Es una ingenuidad, lo sé, pero la prefiero a la indiferencia, da esperanza.