En el tiempo de los dioses antiguos cuando Júpiter mandaba sobre las voluntades ajenas vivió una náyade, una ninfa que habitaba las aguas dulces, que se llamaba Lara y que era muy habladora. Supo un día que Júpiter, que según las crónicas jamás reprimía sus instintos sexuales ni aceptaba un no por respuesta, había manifestado su deseo de poseer a Juturna, hermana de Lara, así que corrió veloz a advertirle que se escondiera. También alertó a Juno, esposa del libertino, que estaba harta de las perversiones del dios. Júpiter enfurecido al conocerse su secreto condenó a Lara a vivir en el silencio amputándole la lengua. Después la entregó a Mercurio para que la llevase al inframundo quien por el camino, aprovechando que no podía pedir auxilio, la violó. De ese silencio tétrico nacieron los Lares que son los guardianes del hogar.
Hay cosas que, como vemos, vienen de lejos. Cabe preguntarse si algunos hombres imitan a aquellos dioses imaginados para hacer reales su poder absoluto y su perversión. Procurar el silencio de las mujeres es cosa muy antigua, es un paso muy audaz para conseguir el total sometimiento. Estos días todos conocemos horrorizados un ejemplo de dominación sobre una mujer, Gisèle Pelicot, a la que su marido no sólo le anuló su voz sino también su voluntad mediante una sumisión química que permitía, a quien se creía su dueño, utilizarla como un objeto para satisfacer sus perversiones sexuales compartiéndola con otros personajes de igual calaña.
Este hombre socialmente estupendo drogaba a su esposa hasta conseguir dejarla ausente. Durante diez años la ofreció a otros hombres para violarla a su gusto mientras él disfrutaba viendo el espectáculo o participando en él. Hay más de 50 abusadores encausados en el juicio. Uno de los peritos ha acreditado que una de las violaciones duró hasta seis horas. Gisèle llegó a creer que tenía un tumor cerebral por las lagunas de memoria y por los trastornos físicos a los que los médicos no encontraban explicación. Los especialistas que han examinado al desalmado aseguran que tiene inalterada su capacidad para discernir entre el bien y el mal. Por contra, al ser detenido tras descubrirse su hazaña, sólo le preocupó ‘el qué dirán’. Los otros violadores que acuden al juicio con mascarillas y se cubren la cara con la mano son también vecinos educados, padres y esposos estupendos. Ninguno ha dejado de dormir ni ha escuchado el reproche de sus propias conciencias, hoy sólo les preocupa que se haya sabido que son unos sinvergüenzas y unos cobardes. Su indignidad contrasta con la de Gisèle que con una fortaleza admirable sabe que lo suyo no tiene remedio y por eso ha decidido que el juicio a los depredadores sea público. Como la ninfa Lara, Gisèle advierte a sus hermanas que el peligro acecha donde menos se le espera.