Se cumplen cincuenta años del final de la dictadura del general Franco y de la restauración de la monarquía parlamentaria. El rey Juan Carlos I ha querido recordarlo a su manera. En la república francesa ha publicado su libro de memorias: “Reconciliación”, esa que pretende lograr con los españoles a los que dice haber “dado la libertad, instaurando la democracia”. Es muy modesto, Juan Carlos I. Los antiguos reyes absolutos daban y quitaban a sus súbditos pero, en 1975 y en el contexto internacional, España sólo podía transitar hacia una democracia que el pueblo español reclamó en las calles. Las libertades no cayeron del cielo, se exigieron y hubo sangre, sudor y lágrimas.
Él sabe, aunque muchos lo ignoren hoy, que el dilema fue dictadura o democracia. Se aceptó la monarquía para lograr la democracia. La Transición no fue perfecta pero nos dio una Constitución consensuada que demostró que adversarios irreconciliables eran capaces de llegar a acuerdos, todos cedieron y todos ganamos derechos y libertades. Hoy, la palabra consenso está desterrada no sólo del lenguaje sino de la práctica política y esto puede terminar en desastre. No se puede jugar con la dinamita y parece que hay demasiada estratégicamente colocada. En esta España nuestra es innegable que crece y se fomenta la desafección a la política. Sólo la desmemoria fortalece a quienes predican las bondades del autoritarismo.
Algo grave está pasando para que ocurra y presiento que tiene que ver con la lejanía entre los problemas reales de la gente y las prioridades de muchos políticos. No sé si sabré explicarlo. Por ejemplo, el rey Juan Carlos nos cuenta su historia, que considera triste, desde la burbuja de un mundo diferente al del ciudadano común. Salvando las distancias, le ha pasado también a Mazón, en su discurso de dimisión se presentó como una víctima de la maldad de otros pero nunca de su propia incompetencia. En su burbuja no entendió la angustia de quienes sobreviven a la catástrofe.
Esto nos enseña, creo yo, que cuando la política se aleja de la realidad contribuye a que crezca el cabreo hacia ella. Ha ocurrido en Valencia, ha pasado con los incendios de este verano, con los cribados del cáncer de mama… Sólo hay ruido: se ausentan de reuniones, niegan información, eluden responsabilidades y se montan numeritos. Los problemas persisten y las Comunidades Autónomas y el Gobierno no acuerdan remediarlos. Ante la desidia brota la idea de que la democracia no sirve para nada. Mazón también ha demostrado que cualquiera no es idóneo para un cargo público, los partidos deben elegir mejor sus candidatos, la política no es un juego. Medio siglo después, algo de consenso y de respeto político quizá sirvan para salvar la democracia que tanto costó alcanzar. Hoy, lo imposible es la esperanza.