Hay una niebla que lo cubre todo, hace días que la bruma es tan intensa que desasosiega. No hay forma de ver el sol, todo lo oculta la incertidumbre. Mientras se agitan patrias y se esgrimen banderas como si fueran lanzas se esconden los auténticos problemas y se camuflan las impúdicas vergüenzas que nos sonrojan como personas.
En estos días de penumbra regresa la reflexión recurrente sobre si son primero los ciudadanos o las patrias, si son antes las personas o los territorios. Las leyes se enfrentan a sentimientos y la insumisión a la democracia. Crece la intolerancia. El horizonte dibuja un fracaso aunque se revista de esperanza. No conozco algarada que no deje huella, no hay desobediencia que no deje marca. Digan lo que digan en España y en Cataluña hay una herida que supura y sangra.
Mientras nos afanan en estas guerras que enfrentan a familias y a pueblos, a amigos y a gobiernos o a ciudadanos con sus representantes nos olvidamos de las auténticas miserias que acechan a las personas. No acertamos a ver la brecha social que crece a nuestro alrededor porque solo miramos lo que quieren que veamos. Aunque no lo cuentan, lo único que crece es la desigualdad. Cada vez hay ricos más ricos y una creciente legión de pobres y empobrecidos. Entre 2011 y 2015 se han contabilizado 58.000 nuevos ricos y 1,4 millones de pobres. En España, el patrimonio que administra un 0,4% de la población supera en valor el 50% del PIB, mientras las rentas bajas se desploman y 5,4 millones de contribuyentes ingresan ya menos de 6.000 euros al año. El trabajo que se oferta es efímero y mal pagado con lo que llegar a fin de mes tiene tintes de epopeya. Contemplamos esta evolución, consecuencia de una crisis financiera, como si fuera una ley del destino. Se acepta como irremediable lo que antes se consideró intolerable. Ante la resignación no hay manifestaciones, solo silencio.
El Banco de España reconoce que de los 60.000 millones de euros que se dedicaron a salvar a la banca no vamos a recuperar ni un tercio, aunque se dijo lo contrario, pero de este tema solo hemos escuchado un atronador silencio. Los juicios sobre la Gürtel, el 3% de mordidas en Cataluña y la larga lista de sinvergüenzas que han corrompido las instituciones sigue creciendo, lo que demuestra que toda la corrupción que intuíamos y nos fue negada, es tan verdad que debiéramos gritar de ira, pero solo se escucha el silencio. No pueden quejarse los secesionistas de que en España haya más corruptos que en Cataluña, en esta materia el reparto de estafadores está equilibrado.
Por eso en vez de tratar de salvar personas, redistribuir riqueza y proteger derechos básicos, se reivindican patrias y se agitan enseñas. Las banderas aglutinan sentimientos pero también cubren vergüenzas y hay demasiados iluminados que ocultan tras ellas las auténticas dimensiones de sus fracasos políticos.
En estos momentos de agitación pasional, interesadamente acelerados, resulta difícil diferenciar Estado y Gobierno. Es hoy necesario defender la legalidad constitucional, que no es igual que defender al gobierno, porque es la esencia de nuestra democracia. No hacer nada, despreciar el problema, ha sido el pecado de Rajoy pero la insumisión o la desobediencia no son el camino, ni tampoco una declaración unilateral de independencia que parece ser adónde vamos. Negando el diálogo han abonado el enfrentamiento. Veo a Puigdemont declarar la independencia desde un balcón. Un gesto efímero con pretensión de perdurar en la memoria colectiva.
El desastre ha llegado ya demasiado lejos. Cansados de tanto cuento, no olvidemos que los gobiernos de Rajoy y de Puigdemont, carcomidos ambos por su propia corrupción y por su prepotencia ciega, son astillas de la misma madera aunque agiten distintas banderas. Ambos buscan ser los héroes de sus pueblos así que no los alentemos, porque cuando amanece el día la mayoría camina, con sus problemas a cuestas, abriéndose hueco entre la corrupción y el paro, la decepción y el miedo.