Desde el domingo no abro las ventanas tengo miedo, miedo de que penetre la desesperanza y esa creciente tristeza que inunda a toda España, también la que habitan los que quieren irse. Me siento, como la mayoría, desolada. No creo que estemos al borde del precipicio, más bien observo que estamos cayendo por el abismo a velocidad de vértigo. Percibo la caída tan real que ya me duelo solo de imaginar la potencia del impacto. Creo que la bofetada se anuncia monumental, salvo que, como en las películas, en el último momento alguien sea capaz de desplegar una red que la amortigüe. De momento no veo a nadie.
Quienes negaron el problema dejando que el tiempo lo acrecentase están paralizados, atónitos porque todo lo que no iba a ocurrir, ha ocurrido y todo el mundo lo ha visto. Nos han dejado asombrados. Tras años de negar la realidad, cuando ha llegado la hora de la verdad su torpeza e improvisación han sido evidentes. El resultado de su acción ha dado una coartada de legitimidad a quienes la habían perdido por completo en una sesión parlamentaria tormentosa en la que se pusieron al margen de la legalidad. Han caído en todas las trampas diseñadas milimétricamente por quienes desde el Govern no han hecho otra cosa que planificar este momento. Desconcertados en su propio error se han escondido cobardemente detrás de policías y guardias civiles, ya saben, siempre sacrificando peones para salvarse ellos. Al otro lado, quienes irresponsablemente han desafiado la legalidad se han parapetado detrás de su propio pueblo al que han partido en dos, quien sabe si para siempre. Así que incluso su éxito es un clamoroso fracaso.
El balance es desolador porque quienes han vulnerado las normas básicas de convivencia que nos dimos se han envalentonado con los errores ajenos y han tomado las calles con la ficción de quienes creen estar haciendo historia para conseguir la Arcadia feliz. El problema es que todo eso es mentira. Este momentáneo éxito camina hacia el precipicio de la realidad y más si, como todo apunta, se declara la independencia de forma unilateral. Al día siguiente no habrá independencia pero Cataluña y España estarán rotas, fragmentadas de dolor.
La constatación de que un río de emociones recorre las calles y los pueblos es hoy desconcertante porque la racionalidad ha quedado aparcada. Es lo que ocurre cuando se sacan a pasear los sentimientos y unos se creen con más derechos que los otros. En estos momentos no vivimos el otoño sino los preludios del enfrentamiento. Ya lo dije la semana pasada, el hijo del enfrentamiento es el odio y, si no se impone la cordura, lo que florece es la malquerencia y un chispazo puede acabar en pelea. Ahí estamos, en el insulto y la bilis, entre el resentimiento y la hiel, diciéndonos barbaridades unos a otros sin poder taponar la brecha.
El mal ya está hecho y las heridas van a quedar tan repartidas como las culpas. El problema es que las vendas, las consecuencias de tanta irresponsabilidad política, de tanta manipulación de las emociones colectivas, siempre las sufre el pueblo, los pueblos, conducidos por líderes de pacotilla hasta el desencuentro.
No sé cuál es la solución aunque presiento que quienes nos han traído hasta aquí tampoco la conocen, pero hemos llegado a un punto que no podemos tolerar más despropósitos. España es una democracia y quienes lo niegan es porque no saben lo que es una dictadura, si lo supieran no jugarían con fuego. Hay una sociedad civil que debe reaccionar. No quiero tener miedo, nos jugamos el futuro, el de todos, así que es mejor que no nos perdamos el respeto. Todavía queda mucha inteligencia en este país, usémosla, alejemos el odio porque hay cauces democráticos y legales para enmendar el desastre, nunca es demasiado tarde para ganar el futuro y hoy es demasiado pronto para perderlo.