A veces tengo la sensación de que creemos que solo se mueren los demás, que jamás seremos ancianos ni necesitaremos cuidados. Ignorar la vejez es igual que negar un porvenir inexorable. La pandemia puso de manifiesto las miserias de nuestro sistema asistencial geriátrico, los 34.000 ancianos fallecidos por covid o con síntomas en las residencias es la prueba palmaria. Todos recordamos el abandono sanitario de los mayores que caían como conejos, sobre todo, en residencia privadas sin médicos ni enfermeras. Los que levantaron este país en su juventud murieron solos y asustados, víctimas de la crueldad selectiva que algunos defendían. La dignidad de estas personas fue atropellada sin contemplaciones. Lo más terrible no es que nunca sabremos el número real de muertos sino que de tan larga lista de difuntos y de las penosas condiciones en que fallecieron solo se acuerdan sus familiares.
Mientras los fastos del funeral de Isabel II ocupaban todos los informativos, en Madrid, una manifestación de familiares de ancianos en residencias pasaba desapercibida. Denunciaban la continua vulneración de derechos humanos en un sector mayoritariamente en manos privadas y fondos buitre. La falta de personal y la inexistencia, en general, de personal especializado convierte el cuidado de ancianos en un mero negocio en el que la parte humana no tiene cabida. En España, según el CSIC, hay 384.251 plazas disponibles de las cuales 281.332, es decir, el 73,2% son privadas y 102.919, el 26,8%, son públicas aunque la mayoría de gestión privada. Faltan plazas pero sobre todo lo que falta es sensibilidad y respeto a la dignidad del anciano. Los manifestantes censuraban “la deficiente atención médica”, “la alimentación escasa y pobre”, “la ausencia de servicios de inspección” y las “continuas violaciones de la normativa por parte de las empresas operadoras”. En las privadas se pagan de media 2.000 € mensuales (la pensión media es de 1.251 € y 1.087 € si se incluyen las de incapacidad permanente, viudedad, etc.) y públicas hay pocas.
Si el negocio es el único objetivo, las residencias se convierten en trasteros donde almacenar lo que molesta en los que se ignora la dignidad del anciano. El trato compasivo precisa personal especializado, un exceso no contemplado porque la ternura no produce beneficios económicos. El otro día charlaba con el hijo de una anciana, gran dependiente, ingresada en una residencia privada. Estaba desolado de lo que vio y sin saber qué hacer por su madre a la que visita cuanto su trabajo le permite. Esta experiencia común demuestra la necesidad de afectos al final de tus días y también que no hay cuenta de resultados en la que computen la compasión, el consuelo, la ternura y la piedad algo tan importante para sobrevivir cuando ya no hay horizonte alguno que alcanzar.