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Entre visillos

La revolución

          Ha dicho el papa Francisco en Brasil que la fe es revolucionaria y probablemente nuestro presidente Mariano “el silencioso” debe pensar lo mismo, porque para escurrir el bulto de sus responsabilidades en la financiación ilegal del PP nos pide que tengamos fe, que creamos sin pruebas y que no pongamos en duda sus palabras aunque los indicios racionales nos indiquen todo lo contrario. No es mi intención contradecir al obispo de Roma, ya que el representante de Dios en la tierra está adornado de infalibilidad aunque, a mi modesto entender, lo auténticamente revolucionario es la verdad y por ello el hombre, desde el origen de los tiempos, ha tratado de encontrarla porque su resplandor ilumina la vida. La clamorosa verdad no sólo reconforta sino que otorga fuerzas para mover montañas. Quizá por eso los gobernantes mediocres, tanto en España como en el resto de la tierra, se esfuerzan en ocultar a sus pueblos la verdad, temen que si la conocen en su auténtica crudeza se lancen a las barricadas para cambiar el corrompido sistema que los hace perdurar en el gobierno. Así que debemos concluir que la fe se alimenta de ignorancia pero nunca de la verdad.

          Desconozco si Mariano Rajoy, acongojado por lo que pueda contar su antiguo colaborador y hoy delincuente, Luis Bárcenas, ha reflexionado sobre las posibilidades reales de que la gente reiteradamente engañada diga que hasta aquí hemos llegado y se lance en masa a la plaza pública a exigir la verdad. Nadie se cree las ficticias mejorías de la economía y del empleo ni nada de lo que cuentan porque el rosario de mentiras con el que cada día nos obsequian es tan largo que en España estamos estancados en los misterios dolorosos y jamás pasamos a los misterios gozosos.

         Pero volvamos al papa y a su revolución. Es cierto que Francisco tiene un lenguaje directo y comprensible por todo el mundo lo cual de por sí ya resulta saludable. Pero no olvidemos, que un papa es un papa y ha sido elegido por una multitud de cardenales más preocupados por las miserias terrenales que por sentarse en el otro mundo a la derecha de Dios-padre. Dicho lo cual, resulta refrescante que el papa Bergoglio haya iniciado su viaje visitando una favela, donde viven los brasileños más pobres, en vez de en un palacio, que haya proclamado la laicidad del Estado, que considere escaso el papel que la Iglesia católica otorga a las mujeres y que proclame a los cuatro vientos que él no puede juzgar a los homosexuales. Es cierto que no ha cambiado la doctrina de la Iglesia, que no ha hablado de permitir el sacerdocio a las mujeres ni se va a poner a repartir preservativos en una esquina del Vaticano pero al menos sus palabras no suenan amenazantes. No olvidemos que en el caso de la homosexualidad la mayoría de las religiones la repudian y muchos estados, como los islámicos, ejercen contra los gays, la represión y la tortura.

          Puede que sólo hayan cambiado las expresiones públicas pero quizás el nuevo Papa ha comprendido que si la Iglesia católica no incrementa el número de fieles, hoy en declive, los Sumos Sacerdotes pueden peligrar en su estatus y por ello es más útil recuperar el lenguaje de Jesucristo que es más cercano al pueblo. Aunque el cambio parezca imperceptible no dudo que en la iglesia de base sus palabras habrán sido bien recibidas pero en la Curia romana y, en la jerarquía española que siempre soñó con un estado católico, las palabras han debido caer como una bomba hasta que han sido conscientes de que las dice el Papa, que es uno de los suyos y ha sido elegido por ellos. No duden que en los cenáculos del Vaticano los cardenales deliberarán sobre la revolución de la fe que propone Bergoglio y seguro que meditan sobre la dimensión de su fe. Yo, que tiendo a dudar de todo, si tengo una certeza: los revolucionarios nunca en la historia salieron a la calle envueltos en púrpura sino hartos de convivir con la miseria.

María Antonia San Felipe

Sobre el autor

Funcionaria. Aficionada a la escritura que en otra vida fue política. "Entre visillos" es un homenaje a Carmen Martín Gaite con esa novela ganó el Premio Nadal en 1957, el año en que yo nací.


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