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Entre visillos

Elogio de la ceguera

 

          Él cree que haciendo como que no ve, la gente se vuelve ciega. Dos años después de la llegada al gobierno de Mariano Rajoy hemos observado que el presidente camina ciego, mudo y sordo por la realidad de un país en el que nunca nadie asume su responsabilidad. Se despotrica del gobierno y de la mediocridad de nuestra clase política en los bares, en las tertulias y con los amigos pero se acepta con resignación y paciencia el saqueo de nuestra sanidad, nuestra educación, nuestros derechos laborales… Hemos tragado, sin rechistar y sin apenas resistencia, como si de las plagas de Egipto se tratara, una política económica que solo genera paro, desahucios, empobrecimiento general y emigración del talento juvenil. No parece haber alternativa a las duras recetas gubernamentales, cerramos los ojos y nos refugiamos en la esperanza de que algún día escampe. Cuando la tormenta concluya, Mariano nos dirá que hemos superado esta maldición bíblica como si no hubiera culpables del desastre. Somos víctimas silenciosas y dóciles, por eso admiro a los que hoy siguen luchando y peleando en la calle por conservar el bienestar que un día construimos y cuya destrucción afecta a unos más que a otros. Las bolsas de pobreza crecen a nuestro alrededor sin que muchos quieran enterarse porque también nosotros nos negamos a verla hasta que el mal toca a nuestra puerta.

          Tanta pasividad me resulta incomprensible pero todavía me sorprende más la laxitud institucional ante la corrupción y la tolerancia que la sociedad española ha tenido con ella, al menos hasta ahora. Espero que el nivel de reprobación de los corruptos sea cada vez mayor porque ello significará que estamos superando la crisis de valores morales en la que también estamos inmersos. Los últimos escándalos que afectan al sindicato UGT son una muestra más de lo extendida que está la enfermedad. En cuanto al partido que gobierna España el hedor resultaría irrespirable en cualquier lugar de Europa. Alrededor de Rajoy crecen como setas los imputados y condenados por fraude fiscal, corrupción, cohecho, prevaricación, sin olvidar, las contabilidades en negro, los sobresueldos y otras indignidades practicadas por políticos que creen que España es tierra propicia para el saqueo. La condena del presidente de la diputación de Castellón, Carlos Fabra, apodado por Rajoy como “ciudadano ejemplar”, es buen ejemplo del mal que padecemos. Contento con la sentencia se chotea porque la cárcel tendrá que esperar, sabiendo como sabe, que no va a ingresar en ella. ¡Hasta ahí podíamos llegar! La Cámara de Comercio de Castellón, en atención a los favores recibidos, lo ha ratificado en su puesto por el módico salario de 90.000 euros al año, 1.250.000 peseta al mes, es decir, lo que gana un trabajador al año. Mientras el comercio y la industria se hunden en una comunidad que ha sido arruinada por Francisco Camps, otro ciudadano ejemplar, y sus muchachos. Y ríase usted, Fabra chulea de complicidad social por los cientos de llamadas de solidaridad recibidas, seguramente porque piensan como él que defraudar y hacer negocietes bajo manga es lo más lucrativo en este país que se va a pique. Digna de mención es la actuación estelar de ese genio del malabarismo político que es María Dolores de Cospedal, que ya nos ha tranquilizado comunicándonos que ahora que se ha forrado, Fabra se ha dado de baja del PP, igual que Bárcenas.

         Supongo que Carlos Fabra habrá dicho igual que su hija gritó en el Congreso de los Diputados: ¡que se jodan! El problema es ese, que los que estamos jorobados somos nosotros que estamos consintiendo lo que está pasando y ellos confían en que el ciudadano al final les perdone y les vuelva a votar y aquí, una vez más, nunca pasará nada. Se ríen en nuestras narices pero lo consentimos y sólo veo una salida: o se corta por lo sano la corrupción o seremos cómplices por nuestro silencio.

María Antonia San Felipe

Sobre el autor

Funcionaria. Aficionada a la escritura que en otra vida fue política. "Entre visillos" es un homenaje a Carmen Martín Gaite con esa novela ganó el Premio Nadal en 1957, el año en que yo nací.


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