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Entre visillos

Desde la libertad

Resulta difícil sustraerse al impacto de la muerte, del asesinato indiscriminado, del terror sobrevenido, resulta imposible no quedar afectado por la crueldad o sobrecogido por la barbarie. Ante un atentado como el de París, cuyo objetivo, es la matanza de cuantos más mejor, el corazón se para y la respiración se contiene. Lo cierto es que uno, simplemente, se desinfla sin comprender nada. Primero se piensa en las víctimas, inocentes instrumentos del terror, e inmediatamente después uno se pregunta, cómo se acaba con este terrorismo global, transfronterizo y urbano en el que el objetivo es cualquiera, cualquier anónimo ciudadano que va al trabajo o vuelve del mercado.

Tras el dolor súbito, tras la solidaridad, tras los minutos de silencio, tras el multitudinario funeral sólo hay preguntas. Mientras los gobiernos se afanan en la búsqueda de soluciones, todos debiéramos reflexionar sin las urgencias apasionadas del momento. Yo, sinceramente, navego por la incertidumbre. Tengo muchas dudas respecto a la eficacia de las medidas que se están poniendo sobre la mesa aunque no tengo ninguna de la hipocresía europea y occidental. Hace tiempo que sólo nos conmovemos con lo que tenemos más próximo, con lo que consideramos nuestro y nos olvidamos de que en otros lugares del mundo se viven masacres con una frecuencia insoportable. 132 muertos en París, casi 200 en Madrid en 2004 son muchas víctimas pero también lo son las 32 de un mercado en Nigeria el martes y casi no nos hemos enterado ni para guardar un minuto de silencio.

Cuando éramos niños, como escribió el sabio poeta Benedetti, un charco era un océano y la muerte lisa y llanamente, no existía. Sólo cuando pasó el tiempo aprendimos que morían los mayores. El contacto con la muerte era sólo el natural de la vida. En Siria, en una guerra terrible que transcurre por su quinto año, los niños viven entre la muerte. Los más pequeños han crecido entre los bombardeos, no saben cómo se juega en un charco que parece un océano y además sus padres han perdido la esperanza de ofrecerles un futuro más digno que la antesala de la muerte. Yo también huiría si pudiera, yo también sería parte de la marea que se arriesga a elegir entre la muerte segura y la probable, ya que ésta última siempre se antoja más remota.

En esta guerra terrorista auspiciada por el autoproclamado Estado Islámico sabemos, sin lugar a dudas, que está dirigida por el lado más oscuro del mal y que su principal arma es la crueldad. La brutalidad absoluta y el odio, no su país o el Corán, son su principal fuente de inspiración y el miedo que provocan es, hoy por hoy, superlativo. Nos han metido el miedo en el cuerpo hasta confundirnos. Quieren que respondamos con el estómago, cegados por el dolor y con el orgullo como civilización herido, pero debemos combatirlos con la frialdad de la inteligencia. Si queremos salvaguardar los principios básicos de Occidente no podemos anteponer la seguridad (siempre frágil) a la democracia y a la libertad, esto debemos tenerlo claro.

Debiéramos combatir al Estado Islámico desde esos principios, porque sólo los ideales fortalecen y unen a los pueblos. De momento la historia reciente nos enseña que las intervenciones en Afganistán, en Irak, en Libia y el apoyo a regímenes corruptos les han fortalecido a ellos y nos han debilitado a nosotros. Los terroristas se están financiando con la venta de petróleo que alguien compra a bajo precio en el mercado negro o por gobiernos autocráticos con los que mantenemos relaciones hipócritas y que hacen grandes negocios en Europa. Compran armas que alguien les fabrica y les vende. Putin, que no es santo de mi devoción, acaba de denunciar que «la financiación del Estado Islámico proviene de 40 países, entre ellos varios del G-20». Si es así, la gravedad es extrema y de aclararlo también depende nuestra seguridad. Si acabar con los asesinos del Estado Islámico es un fin justo, los medios que hemos de emplear para destruirlo también deben serlo.

María Antonia San Felipe

Sobre el autor

Funcionaria. Aficionada a la escritura que en otra vida fue política. "Entre visillos" es un homenaje a Carmen Martín Gaite con esa novela ganó el Premio Nadal en 1957, el año en que yo nací.


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