En esta sociedad, sustancialmente hipócrita, miramos las cosas dejándonos impresionar por el envoltorio sin ver la realidad que esconden. Los convencionalismos sociales nos influyen más que la verdad, sobre todo cuando perdemos el interés por encontrarla. Por eso en este país triunfan los pillos, los corruptos, los ladrones de guante blanco y todos aquellos sinvergüenzas que han hecho fortuna, inmensas fortunas, saqueando sin escrúpulo alguno. Al final el dinero otorga al habilidoso delincuente una pátina de respeto y admiración que alimenta la fascinación por su persona en esta sociedad de apariencias.
Ya nos enseñó Antoine de Saint-Exupéry que no todos vemos lo mismo al mirar la misma cosa. Cuando su personaje, el Principito, tenía seis años, leyó que en la selva las serpientes boas tragaban a sus víctimas sin masticarlas y decidió dibujar una que engullía un elefante. Cuando la mostró a las personas mayores les preguntó si el dibujo las asustaba, a lo que respondieron que cómo iba a asustarles un sombrero. Como los mayores, que no los niños, siempre necesitan explicaciones dibujó la boa abierta para que se viera el elefante en su interior.
Pues bien, como en el cuento, miramos sin ver y nos dejamos confundir por la envoltura. Cuando Banesto fue intervenido el día de los Santos Inocentes de 1993, algunos vieron maniobras conspirativas hacia un Mario Conde al que los medios habían convertido en un ídolo. Era la época en la que los pelotazos económicos súbitos eran una muestra de la inteligencia y audacia, cuando eran producto del saqueo. Mario Conde mientras compraba su fama perpetró una forma de atracar el banco desde dentro sin necesidad de hacer butrones en los que te pones de polvo perdido, te estropeas la gomina y el botín resulta escaso. El Tribunal Supremo lo condenó a 20 años de prisión por apropiación indebida, estafa y falsedad documental. Pasó un tiempo en la cárcel y se declaró insolvente cuando el tribunal le obligó a pagar 27 millones de euros a los accionistas de Banesto estafados. Ya fuera de prisión cultivó de nuevo su imagen pública, creó un partido político y compró un hueco en tertulias televisivas. Se supone que la cárcel redime, pero ahora sabemos que llevaba 15 años recuperando el dinero del desfalco escondido a través de una red de empresas interpuestas. Esta semana ha sido detenido intentado repatriar 14 millones de euros. Como hizo Ruiz Mateos, ha tratado de lavar su imagen mientras seguía salvaguardando intereses y fortuna. El primero llegó a conseguir de nuevo tal credibilidad que muchísimos españoles volvieron a confiarle su dinero engañándolos por segunda vez. Mario Conde siguiendo su ejemplo, cuidaba su imagen de hombre estupendo con la complicidad de una parte de la prensa y de la sociedad que abría sus oídos para escuchar sus “sabias” opiniones.
En otro lugar de España, digamos que hablo de Madrid, Carmen, una mujer sin ninguna fortuna, se prostituye a diario ocultando su profesión a sus tres hijos y a los vecinos. Se casó joven, después se separó. Trabajaba en una tienda del centro y su marido le pasaba una pensión para el mantenimiento de los hijos. Con la crisis, Carmen perdió el trabajo y su exmarido, también. No han vuelto a tener empleo. Agotadas las prestaciones, sobrevivieron con los escasos ahorros y la ayuda de Cáritas. Ella, todavía joven, dirigió sus pasos hacia esa profesión socialmente maldita. Aunque trabaja con discreción tiene miedo de que sus hijos la descubran. Un día un vecino se convirtió en cliente habitual. El otro día, tomando un café en el barrio, algunos desde la barra la miraron, sonriéndose y con desprecio comentaron: -Ahí está Carmen, la puta de al lado. En la televisión del bar, daban la noticia de la detención de Mario Conde, nadie reparó en la dignidad de Carmen. La boa del Principito, en la selva humana, ya ha devorado a Carmen para siempre. A Mario Conde o a otros como él, ya veremos. Poderoso caballero es don Dinero. Esta es la eterna injusticia de todos los tiempos.