Puso toda el alma en aquel penalti, era el cuarto de los cinco que les había regalado la prórroga tras el sudado empate, pero la pelota se estrelló contra el palo. Un suspiro hondo recorrió las gradas, los sentimientos explotaron como una traca de fuegos artificiales y Juanfra lloró el desconsuelo de la mala suerte. El maldito palo es ya el inolvidable protagonista de la historia de la Champions de 2016, inmóvil, inerte, ajeno a la agitación que invadía el estadio San Siro y desconocedor de su importante misión en ese juego de titanes en el que sólo uno consigue los laureles del vencedor. Estas cosas son las que dan vida a la competición, siempre hay un derrotado y solo un ganador.
En el minuto uno del partido hay veintidós ídolos y dos campeones potenciales, cuando suena el silbato final, sólo quedan once y uno, mientras entre los sueños rotos la mala y la buena suerte compiten eternamente. ¡Qué momentazo! Los ojos atónitos de los atléticos no podían creer lo que estaban viendo. Apuesto a que muchos se hubieran dado cabezazos contra el puñetero palo si así hubieran salvado a su equipo, no hay chichón que no se alivie con un triunfo, pero el fútbol es así. Al tiempo que el palo se dolía del balonazo y las lágrimas rodaban por las mejillas de los aficionados del Atlético de Madrid, los madridistas también lloraban por el estallido de su inmensa alegría. Once copas de la Champions son muchos copas y muchos motivos para el festejo entre la legión de seguidores del Real Madrid.
Para la historia el palo, el puñetero palo, se ha convertido en el involuntario emisario del destino, en el catalizador de multitudinarias decepciones, en la alegría y la amargura, en la victoria y en la derrota que todavía flotan en el aire de la ciudad de Milán y cuyos ecos apasionan a España entera.
Cuentan que en el estado San Siro ocuparon sus asientos más de cincuenta mil aficionados de ambos equipos. Está claro que los españoles están entregados al fútbol con tanta pasión que podemos afirmar que cuando la pelota impelida por el pie de Juanfra decidió el encuentro, medio estadio se vino abajo y otro medio se vino arriba, entre el cielo y el infierno nadaron las aficiones hasta regresar a casa. En España parece que casi todo se parte en mitades, por eso somos tan proclives a que se nos hiele el corazón o se nos rompa el alma.
Los jugadores ganadores han sido recibidos en olor de multitudes, los subcampeones también, el afecto de la hinchada no se pierde en la derrota sino que se refuerza colectivamente para alimentar el futuro que siempre es una promesa de esperanza. Todos son héroes, trabajadores tan bien pagados, a los que no se les debiera permitir ningún desliz, ninguna metedura de pata cuando no hay balón, ningún exceso de chulería ni, por supuesto, ningún fraude ni a las arcas públicas ni a la afición. No obstante, la generosidad de los seguidores es muy tolerante con estos dioses modernos que catalizan los sueños colectivos de quienes, de regreso a casa, en los aviones o autobuses, ya sean atléticos o madridistas, vuelven a una realidad más dura que la que afrontan sus ídolos. En esta España en la que la competitividad se ha mejorado a base de rebajar salarios y precarizar el empleo, en la que se han recortado derechos y servicios públicos, en la que impera la corrupción y la ausencia de responsabilidad por los latrocinios y el uso inadecuado de las instituciones públicas, llama la atención la resignación con la que actuamos.
En las puertas de unas nuevas elecciones nos lamentamos, con razón, de los políticos que nos han defraudado, pero no he visto tanta pasión en defender nuestra propia meta, nuestros derechos, nuestros servicios… Hubo más furia y más fuerza en Milán que en esta España recortada y empobrecida. Yo sólo espero que en la tanda de penaltis en la que estamos nuestra patada no estrelle el balón, nuestro futuro, en el maldito palo.