Siempre he soñado con tener un perro. Pero no me decido. No es fácil, no se crean, hay que valorar muchos factores.
Primero hay que adaptar la raza elegida del perro al tamaño del domicilio. Por ejemplo, los perros que superen el metro de altura quedan eliminados para las viviendas unipersonales, por aquello de que no parezca que, en vez de un perro, he adquirido un pony. Perfecto. Queda descartado, pues, el simpático San Bernardo -a quien por supuesto hubiera bautizado con el original apelativo de ‘Niebla’, inspirado, cómo no, en la creativa inventiva de Heidi-.
Tras descartar las razas grandes, maduro la posibilidad de adoptar uno de esos pequeñitos con coletas que las señoras portan en sus bolsones como un adorno de pedrería más. El pro está dicho -su portabilidad-. El ‘contra’ es que tendría la impresión de que va desnudo porque los perros también tienen su moda, así que debería comprarle un modelito para que no se sintiera inferior a sus congéneres. Y por supuesto un perfume, que también los hay, con nombres tan perrunos como ‘Crystian Dogg’ o ‘Oh my Dog’ -tal cual, lo juro-.
No me convence. ¡Que empezamos poniendo colonia al perro y terminamos yéndonos de casa para que el ‘animalico’ se aclimate a su propia independencia!
Luego, llega el momento del aprendizaje de la bendita mascota. Que si «sit», que si «stop» o «down»… Muchos dueños desesperan porque Lucky o Toby no obedece las órdenes interpeladas en el inglés más purista de Cambridge. Y tú, ingenua como nadie, te planteas que igual el animal -el can, digo- le entendería mucho mejor -al amo- si le hablara… ¡¡en cristiano!!
Miren, tras mucho cavilar, concluyo que me lo pensaré más. No me apetece que mis vecinos menten a mi madre -y al resto de mi familia- cada vez que Lucky y yo salgamos a pasear y él tenga un momento de apuro incontrolable en medio de la calle. Animalitos.