El idioma que hablamos, el castellano, es una de las lenguas con mayor riqueza léxica de las existentes. Pues nada. Aún así, en vez de enorgullecernos, nos empeñamos en destrozarla cuando nos viene en gana.
Y es que nos encanta abusar del idioma, sobre todo si las palabras suenan cultas… aunque no sepamos qué significan. También nos da por inventar nuevas construcciones gramaticales por puro afán de innovación lingüística. Es nuestra manía tan ‘cañí’ de demostrar a la mínima oportunidad lo tremendamente listos que somos.
Igual soy un poco maniática -no lo discuto-, pero a mí me sangran las orejas cuando escucho, por ejemplo, al flamante seleccionador español de fútbol repetir sin atisbo de sonrojo: «A éste me ‘le’ traigo porque tal, a éste otro no me ‘le’ traigo porque cual». Y para más recochineo, le apodan ‘el sabio’. Rezo porque sepa más de fútbol que de gramática, porque si no este año no llegamos ni a octavos.
Lo peor es que este fenómeno sin igual te sorprende donde menos te lo esperas. El otro día, hablando con una conocida, me soltó: «Ahora, con el régimen que hago, me voy a quedar como una ‘sifilis’». Seguía yo cavilando qué tendría que ver una dieta con la enfermedad venérea, cuando terminó de arreglar su exhibición verborreica al culminar: «Chica, es que tú y yo somos incompetentes». Me quedé de piedra. Pareció comprender que me había sentido insultada y se lanzó a traducir con tono sabiondo sus palabras insinuando que mi vocabulario no era tan extenso como el suyo: «Sí, incompetentes, eso, que no nos entendemos». Acabáramos. No pude resistir el impulso y le espeté: «Dirás que somos incompatibles y que tú te vas a quedar como una sílfide». Me miró ofendida y me dijo: «Pues eso, lo que he dicho, ¿qué más da?».
Claro que da. Da vergüenza oírte hablar, pensé. Pero me guardé mucho de comentarle nada por si se le ocurría decirme que yo era una persona demasiado ‘eximente’ o algo así y la liábamos más. Sniff.