Cuando se acerca agosto, empiezan las prisas. En esta época, la ambición de cualquier mortal es disfrutar de unos días de asueto, a ser posible a un precio que no obligue a hipotecar el sueldo de todo el año en un periplo por la geografía nacional o extranjera. Tarea que se antoja nada fácil.
Los informativos se afanan en ilustrar las distintas opciones vacacionales: las mejores playas del mundo -inalcanzables, por supuesto-, los viajes para ‘singles’ -o sea, los solteros de toda la vida-, o los ‘chollos’ de última hora. Esto último me indigna especialmente porque luego la realidad es otro cantar. Si se bucea en las ofertas, uno puede disfrutar de un viaje a Estambul o Túnez durante una semana por poco más de 500 euros. Consejo: hay que ir preparados y achinar la mirada para leer la letra pequeña porque las temidas tasas de avión no están nunca incluidas, las comidas ni se huelen y el traslado del aeropuerto al hotel, para qué hablar.
Total que, con calculadora en mano, la broma sale por más de 700 euros, y con suerte. Eso, sin contar las chorradas inservibles que se compran en destino. Que si un detallito para las amigas, un bolso para mamá, un cuadro para papá, una figurita para la abuela… Un chorreo constante, vaya.
Claro que las cosas no están mejor -ni mucho menos- si se opta por el turismo patrio. A estas alturas de mes encontrar un alojamiento digno en un ‘resort’ español es misión imposible. Para muestra, un botón: una semana en Formentera, 1.400 euros por cabeza. Eso sí, te garantizan en la agencia, que vas en avión desde Logroño. Y tú dices por lo ‘bajini’, «no te jiba, a ver si pretenden que vaya a nado por el Ebro».
Y es que la ingenuidad es mala consejera en estas lides y el desengaño que sufre el turista -y por ende, la cuenta corriente- invitan a padecer el veranito bien instalado en el salón de casa con el aire acondicionado a todo trapo y con una cervecita para el gaznate. ¿Alguien da más?