Siempre he sido defensora del sistema de gobierno democrático. Me parece que es el menos malo de los que existen. Aunque, claro, como todo, no es perfecto. Y es en campaña cuando peor me parece que está hecha la democracia.
Primero, porque todo vale. No hay remilgos ni remordimientos de ninguna clase. Los partidos (todos) se limitan a vocear a los cuatro vientos las debilidades del contrario de la manera más efectiva posible, sin que el pudor, la vergüenza o la verosimilitud tengan una mínima cabida. Hasta el punto llega la cosa que algunos comparan al candidato rival con un gobernante fascista. Muy sutil.
Otros aluden al voto del miedo: cuidado, dicen, que se acaba el Estado de Derecho o del Bienestar o de la libertad… O lo que sea.
Segundo, hay algo en lo que coinciden todos, sin excepciones: todos hacen promesas generalmente utópicas y vacías, y especialmente abstractas, que no concretan demasiado.
Tercero: andan tan enciscados en tirarse los trastos a la cabeza entre ellos que no se dan cuenta de que la gente sólo quiere vivir tranquila, de una manera digna y sin broncas constantes. Porque siguen sin entender que pese a que la campaña legal dura sólo (gracias a Dios) quince días, la campaña efectiva transcurre durante toda la legislatura. Al menos así lo siente el electorado. Que anda bastante harto.
Y no terminan de entender que nada de lo que digan durante estos 15 días, ningún soniquete, ningún panfleto que repartan o promesa que hagan tendrá credibilidad. No creo que nadie ya decida su voto por lo que surja en campaña. Más bien al revés: tras oír lo mismo de siempre en campaña, muchos optarán por dejar de acudir a las urnas. Por salud democrática y mental.