Hay días en los que resulta edificante mirar para otro lado y no tomar medidas, porque dar rienda suelta al carácter rebelde y reivindicativo pone a una en problemas. Comentando la metedura de pata del consejero catalán de Agricultura, Josep Maria Pelegrí, que dijo que había que fomentar el patriotismo alimentario consumiendo productos catalanes y «no beber vino de Rioja», me decía una amiga: «Ya no sé dónde comprar».
Se dedica ella, que es muy patriota -riojana, eso sí-, a realizar un boicot individual a los productos procedentes de sitios/regiones/países con cuyas actitudes no comulga o con aquellos que han hecho feos a lo nuestro. Viene esto de lejos. Hace tiempo que dejó de adquirir productos de ‘label vasco’ por el desprecio que, a su juicio, suponían las ‘vacaciones fiscales’ de la región vecina. Tampoco accede desde hace años al mercado francés, porque aquella mala costumbre de los galos de ‘tirar la fruta’ española se le quedó muy grabada en la retina. Desde hace semanas, tampoco consume alimentos de origen alemán ni compra en establecimientos de dueño teutón por el reciente lío que los germanos se hicieron con el pepino (y demás hortalizas españolas, por extensión). Dijo haberse planteado rechazar los artículos chinos, marroquíes y norcoreanos, entre otros, porque esos países vulneran los derechos fundamentales de sus ciudadanos. Y el viernes cerró su despensa a los productos catalanes.
Tras enumerar su extensa lista de boicots, se lamentaba de su convencimiento patriótico y de lo exiguo de sus víveres. Y tomó la decisión más salomónica: dejar de leer las etiquetas que empiezan por ‘made in’. Así, al menos, podrá consumir sin remordimientos. Ojos que no ven…