Me encanta el mes de febrero. Es el mes más corto y el más frívolo (además de frío). Y es que en este glorioso mes se arremolinan dos citas de lo más atractivo. Dos fechas que hacen soñar a los mortales con la brillantina de los grandes eventos. Aunque sólo sea por un instante.En unas fechas de juicios escandalosos, déficit truculento, recortes gubernamentales, cierres empresariales y duques presuntos se agradece un poquito de frivolidad. Y es que los Goya primero y los Oscars después dan un respiro a esta actualidad tan llena de drama, tragedia y mangantes.
Da gusto llegar el lunes al trabajo y compartir entre risas el último desacierto de vestuario de la actriz más supuestamente elegante, el esmoquin más desempolvado de la alfombra roja de Hollywood o el joyero completo que porta la joven promesa del celuloide.
Es un día en el que la calidad de las películas premiadas sólo concita el interés de los que ganan y de los sesudos críticos que han acertado/fallado sus elaboradas quinielas.
Porque hay momentos en los que la frivolidad del glamour cinematográfico es lo único que resulta entretenido. Por eso, se agradece que el foco de atención se centre en el diseñador más arriesgado, el chascarrillo más comentado del presentador o la borrachera más disparatada del actor de moda.
Que aunque el cine no sirva más que para eso, al menos deja por un momento un sabor de boca agradable, divertido, luminoso incluso. Así que, por favor, déjenme seguir deslumbrada un poco más por las candilejas de ese negocio tan frívolo. Hasta que acabe el mes. O sea, mañana.