Todos hemos vivido momentos de tensión en el colegio. Sobrevenían ante aquellas ingentes tandas de deberes, cuando esporádicamente una se escaqueaba en el momento en el que el profesor pasaba revista. La picaresca ordenaba entonces hacerse la loca cuando oías tu nombre o, en su defecto, tirar un poco de inventiva y ver si sonaba la flauta. A veces colaba y salías indemne. Otras, en cambio, tocaba agachar la cabeza y asumir el rapapolvo rezando por que no llegara aviso a casa. La historia solía culminar con la autoimpuesta promesa de que no volvería a ocurrir.
No todos aprendieron aquella lección. Algunos gobernantes autonómicos del PP no interiorizaron aquel malestar escolar. Y ahora salen por peteneras y afirman con descaro que «bueno…, hum…, es que… el perro se comió mis deberes…». O sea, que lo que dijeron del déficit en febrero «no se ajusta del todo a la realidad». Que en mi clase significaba que no habías hecho los deberes. Ni ganas. Con todo el morro.
Pero es que ahora el profesor no dice nada, ni les manda papelito a casa, ni explica al resto de la clase por qué es importante hacer los deberes. Así, el mensaje es claro: da igual que no se cumplan las reglas; mientras lo hagan los ‘enchufados’ del profesor, no ocurrirá nada. Y entonces llega el director del colegio desde Bruselas, que se ha enterado, y envía al inspector educativo para que vigile a tan desobedientes niños.
Mientras, la credibilidad de España se deteriora porque el ‘profesor’, que inició el curso propugnando una enseñanza firme y con los deberes hechos, ahora no cumple. Quizás la solución sea que algunos regresen al colegio. A ver si aprenden algo. Eso, si los recortes del ‘profesor’ lo permiten. O el perro.