Hace unas semanas tuve la oportunidad de mantener una de esas conversaciones extrañas en un lugar poco habitual y con un interlocutor de lo menos convencional. Surgió por una de esas casualidades que luego no parecen casuales. Charlando de las diferencias gastronómicas entre españoles y franceses y ejemplificando cómo solemos alimentarnos los patrios,mi interlocutor espetó: «Perdona, pero yo no soy español». Pedí disculpas entendiendo que el susodicho era nacido en Suiza, Italia o Argentina. Pero no. El muchacho había llegado al mundo en Pamplona (Iruña, para él). Pero él no era español.
No era la primera vez, ni mucho menos, que me encontraba con una conversación de ese estilo. Antes, generalmente, las rehuía. Más por hastío que por otra cosa. Pero aquel día, no sé si por fiebre o por qué, me dio por incidir más. He de decir que mi conversador me permitía discrepar de su visión de forma respetuosa (cosa que muchas veces no he sentido). Y a mi pregunta de que si no era español, qué era, se autodefinió como «euskaldun».
En la charla figuraba una francesa castellanoparlante que acertadamente le cuestionó qué era lo que hacía que no se sintiera español y sí en cambio euskaldun. Él respondió que España era una convención impuesta y que él se sentía más cómodo y cercano a Euskalherria porque compartía una lengua común con ellos, una cultura, dijo.
Al argumento que tanto la francesa como yo esgrimimos sobre que ambas compartíamos con los argentinos el mismo idioma, pero no nos hacía ser del mismo país, él se calló. La siguiente frase que soltó fue una que incluía las palabras conflicto, torturas y delatores. Cambiamos de tema. Sin acritud.