Siempre me ha fascinado el universo estadounidense. Siempre he sentido una debilidad por la cultura yanqui. No se crean, entiendo que muchas de las cosas que Estados Unidos hace o tiene, como país y como colectivo, no son positivas.
Más allá de la inexplicable –para mí– ausencia de un sistema sanitario universal o del insufrible trato que reciben los colectivos sociales más desfavorecidos, los estadounidenses gozan de una virtud que alimentan cada vez que pueden. Se llama liderazgo. Y aunque hay muchas ocasiones en las que abusan de él, hay otras en las que su ejercicio despierta en mí un cierto halo de envidia que no puedo remediar.
La semana pasada fue uno de esos momentos. La forma en la que el país asumió el brutal ataque en el maratón de Boston y la increíble reacción unánime de la población, primero para una colaboración extrema tanto con los afectados –heridos y familiares– como con la investigación policial –se recibieron cientos de fotografías, vídeos y testimonios para ayudar en las pesquisas–.
Hasta ahí, normal. Cualquiera lo hubiera hecho. Pero es que ellos, luego, no omitieron ningún dato. Lejos de intentar manejar el pánico ciudadano, la polícia, los servicios de emergencia, los representantes políticos (alcalde de Boston, gobernador de Massachussets y presidente Obama) mantuvieron al tanto a la población en todo momento. Las noticias, las alertas, lo que iba sucediendo se conocía al instante. Y eso daba lugar a una confianza, a una sensación de protección y seguridad –dentro de la tragedia– que era envidiable.
Y si además se le suma el incansable esfuerzo –algo de testarudez ya demostraron para encontrar a Bin Laden, aunque fuera once años después del 11-S– por cazar a los culpables, aún más.