Las lágrimas denotan sentimientos. De muchos tipos. Demasiados. Como los que hemos derramado en pocos días. Hace hoy una semana que España volvió a sacudirse por una tragedia. Esta vez ferroviaria. Sin intencionalidad de hacer daño. Seguramente una concatenación de despistes dio como resultado un terrible accidente de espantosa dureza.
En la víspera del patrón de España, el pánico y la desazón conmovieron a millones de personas que, pegadas a un televisor, una radio o una web, vertían lágrimas de desesperación, de condolencia por el terrorífico suceso.
Un día después, las lágrimas que apenas habíamos alcanzado a secar durante la madrugada volvían a brotar irremediablemente. Esta vez, ya no era tanto (que también) por la tragedia sino por el orgullo, por la dignidad de ser compatriotas de quienes no dudaron en saltar a la vía para rescatar, ayudar, salvar a quienes se vieron atenazados por la catástrofe. El jueves y los días sucesivos las lágrimas ya eran de emoción, de solidaridad, de apoyo, pero sobre todo de pundonor, de honor por compartir con aquellos héroes un país, una marca, un algo que nos une.
Pocas horas después, el viernes y sobre todo el sábado, los ojos de muchos volvían a enrojecerse. En esta ocasión, era por indignación y desprecio hacia un personaje que no tuvo (para variar) la decencia moral suficiente de, mientras España lloraba por las víctimas de Angrois, detener sus ansias egoístas y electoralistas. Decidió seguir a lo suyo: exigir la salida de un país que esta semana ha hecho algo más que llorar por sus ciudadanos. Ha mostrado su grandeza. Por eso, váyase y déjenos en paz, señor Mas. Estoy segura de que nos ahorrará muchas lágrimas futuras.