La semana pasada las Naciones Unidas, supuesto vigilante de las injusticias del mundo pero que no se distingue precisamente por llegar a tiempo en sus críticas, lanzó una buena regañina al Vaticano. Tampoco llegó a más. La organización supranacional acusó a la Iglesia católica de no proteger debidamente a los menores en su prioritario afán por defender a los culpables de los escándalos de pederastia por encima del bienestar de las víctimas de tan deningrante ultraje.
Apenas tardó unas horas el poderoso estado vaticano en arremeter contra la ONU porque, según argumentaban desde la sede apostólica, las Naciones Unidas cometían injerencia al meterse en un asunto interno de la Iglesia. Vaya, en plata, que la ONU estaba metiendo las narices en un asunto que no le incumbe. Le dijo la sartén al cazo. Que tiene historia la cosa, cuando se presupone que Naciones Unidas está para eso precisamente, para advertir al mundo de sus males. Porque, lo que se dice capacidad efectiva de actuación, mucha no tiene.
En fin, debo estar volviéndome loca o algo peor, porque en los últimos tiempos no oigo más que a curas hablar de temas de lo más relacionados con la confesión católica (modo ironía on). Ellos deben ser expertos en biología fetal, en psicología femenina, en sociología o en economía doméstica, entre otros temas. Porque no hacen otra cosa que sentar cátedra sobre estos asuntos, y otros muchos, sin dar oportunidad a nadie a discrepar. Lo que ellos dicen es doctrina. Y punto.
Ojo, que me parece muy respetable que la Iglesia católica defienda sus principios y normas. Para eso está. Pero acusar a la ONU de injerencia porque señala los casos de pederastia es no ver la viga en el ojo propio.