No aprendemos nunca. Entendemos tarde y a golpes que hay acontecimientos, lugares pero sobre todo personalidades que merecen un reconocimiento, un recuerdo y un homenaje continuo. Pero seguimos sin darnos cuenta de que si bien nunca es tarde, a veces el retraso se vuelve desgarradoramente cruel. Tanto que deja en el olvido durante décadas los logros conseguidos por prohombres a los que nunca se les rindió el tributo debido. Con Adolfo Suárez ha vuelto a suceder. Ha tenido que fallecer el expresidente para que España entera se emocione recordando una época que por dura, difícil y tensa no dejó nunca de ser legendaria.
No tuve la oportunidad de vivir la Transición, ni sus momentos malos (que hubo muchos) ni la incertidumbre que embargó durante meses a buena parte del país. Pero ayer, cuando veía emocionada los fastos fúnebres del primer presidente de la democracia reciente española, me sorprendió la lección que los ciudadanos dieron a sus propios políticos: más allá de destacar un momento de la carrera de Suárez, la inmensa mayoría de los preguntados mencionaban sin atisbo de duda lo que más recordarán del abulense ilustre: su honradez y su valentía. Y eso, en los tiempos que corren, es decir mucho, muchísimo.
Es probable que la historia se repita y no aprendamos nada de Suárez. Seguramente caerá en el olvido su capacidad de diálogo, su tenacidad para conseguir sus objetivos, sus inmensas cualidades como orador, su empeño por dejar atrás el rencor en pos de un sistema democrático… Pero si una centésima parte del espíritu y del liderazgo de Suárez cala en nuestros actuales dirigentes, habrá lugar para la esperanza. Aunque sea a título póstumo.