El mes de agosto permite realizar algunas actividades que en otros meses serían prácticamente impensables. Se puede aparcar en prácticamente todas las ciudades de interior de España. Igualmente se puede circular por las carreteras de estas ciudades de interior con la segura tranquilidad de que no habrá atascos que ralenticen su marcha. En agosto también se puede disfrutar casi en solitario de una inmensa sala de cine, con su aire acondicionado correspondiente. Y seguro que tendrá menos dificultades que en otros meses para encontrar mesa en ese restaurante coqueto que tanto le gusta.
En agosto también se puede salir a la calle con una vestimenta digamos estrafalaria, porque se encontrará con menos transeúntes que en otras épocas. O incluso también apañar los últimos chollos de las rebajas de verano sin aglomeraciones en los comercios.
Ya ven que agosto es un mes propicio para muchas cosas. Excepto para una: ponerse enfermo. Procuren aguantar esa descomposición hasta que llegue septiembre, intenten dejar la jaqueca para el inicio del curso escolar o traten de apartar ese terrible dolor en el costado hasta la próxima hoja del calendario.
Háganme caso porque si no, se arriesgan a visitar una consulta médica y encontrarse con algún señor (o señora, que esto no distingue de géneros) desparramado en la silla que les fusilará con una mirada asesina por haberle jeringado su ratito de ocio en el trabajo. Ese que deberían dedicar a atender (según la RAE: «Tener en cuenta o en consideración algo») a la gente –que no suele acudir al médico por gusto– en lugar de ahuyentarla (según la RAE: «Hacer huir a una persona o a un animal»).
No digo yo que no haya buenos profesionales (que los hay) pero, visto lo visto, en agosto deben de estar todos de vacaciones.