Me gusta apostar. No por dinero, pero siempre me ha apetecido lanzar órdagos para ver si los vaticinios se hacen realidad. En la mayoría de las ocasiones, claro está, me suelo dar de bruces con la realidad porque una cosa es apostar por un hecho futuro posible y otra, desear que ocurra algo utópico.
Sin embargo, hace siete años me costó recuperarme de uno de esos anhelos que creía alcanzables. Que una mujer pudiera alcanzar el cetro supremo del poder se estilaba como algo realizable. No había grandes candidatos republicanos (y más con la herencia que dejaba George W.Bush) que pudieran hacer sombra a la arrolladora personalidad de una mujer como Hillary Clinton, sobradamente experimentada en las lides políticas y en las personales (aún recuerdo la mirada que la acompañaba cuando respaldaba contra viento y marea al adúltero de su presidencialista esposo).
Pero de repente, surgió el tsunami político que lideró Barack Obama, un afroamericano de origen humilde que encarnaba los clásicos valores del ‘sueño americano’ y que supo encandilar como pocos a propios y extraños.
Hillary se vio sobrepasada por la espectacular maquinaria comunicativa de un candidato inexperto, incluso dócil, pero aupado por las clases medias que se veían identificados con su novedoso mensaje, aunque estuviera algo cojo de contenido.
Siempre me sorprenden estos giros que da la política. De hecho, la hacen emocionante. Siete años después (nominación demócrata mediante), Hillary vuelve a saltar al ring. Aquel fracaso le habrá otorgado un grado. Yo sólo espero que esta vez al menos le permitan soltar el primer gancho. Aunque vuelva a terminar en la lona.