Les han azotado de lo lindo. En Bruselas los han humillado, les han obligado a una rendición casi vergonzosa por el dictatorial mandato de una Europa gestionada por la mano enguantada en hierro (u hormigón armado) más dura desde Thatcher, la de Merkel. Los demás europeos se han (nos hemos) envalentonado en el desprecio a los despilfarradores helenos, que mintieron y engañaron a los ilusos dirigentes europeos para entrar en el euro. Se les ha dado estopa sin compasión, obligándoles a subir impuestos, bajar pensiones y qué sé yo más recortes.

Pero también les debemos un agradecimiento. Al menos, los españoles. En estos meses desde que comenzó, transcurrió y concluyó la gigantesca crisis política a la que se ha visto abocado el país donde nació la democracia (las paradojas de este país son infinitas), los españoles nos hemos visto aliviados en cierto modo.

Mientras toda Europa, y España con ella, centraba toda su atención mediática en los griegos, sus desmanes, sus cotilleos, sus leyendas urbanas económicas, sus consultas populares y sus órdagos deshinchados, un personaje de la política patria se agazapaba. El señor Mas ha visto cómo durante unos meses su historia no interesaba, su capricho anacrónico y estúpido quedaba en el segundo (o noveno) plano que se merece.

Y con esa temporal desaparición mediática, algunos hemos llegado a creer que la tranquilidad era eso. Era mirar hacia lugares donde los problemas son graves de verdad, era compadecer a vecinos que realmente están sufriendo, era sentir casi en carne propia que una gestión desastrosa puede acarrear inconvenientes serios. Y nos hicieron olvidar a Mas, sus compinches y sus bobadas. Sólo por eso, benditos griegos.