Estamos rodeados de inocentes angelitos. Todos acuden a sus quehaceres diarios con alegría, discreción y optimismo. Y no hay un ápice de mala baba en ellos. Su bonhomía no les permite pensar mal de sus congéneres, ni siquiera atisban una pizca de mala fe en sus compañeros y, por supuesto, si hay uno de esos casos aislados en los que se rompe la cuerda de la honestidad por algún sitio, ellos –¡oh, inocentes angelitos!– miran boquiabiertos hacia todos los lados con cara de sorpresa y ojos de ingenua alarma, como diciendo: «Yo no vi nada raro, no me enteré de nada, creía que todo estaba bien hecho…».

Y, claro, los demás asentimos pacientemente con gesto comprensivo porque, pobres de ellos, quién les iba a decir que tendrían semejantes bichos a su alrededor. Tan malvados que además ocultaban su afán maligno para que dichos ángeles no se percataran de sus acciones maliciosas.

Y fíjense, que ángeles de estos hay en todos los sitios, no se vayan a pensar: desde los grandes ejecutivos de los más pujantes bancos españoles, que no vieron maldad en que sus colegas pagaran sus caprichos sexuales con tarjetas de empresa, hasta el último concejal de pueblo, que no creyó que hubiera nada malo en convertir el terrorismo en mofa infantil o cibernética. Ni los partidos (viejos o nuevos) se libran de que sus miembros consideraran lógico quedarse con un pellizco a modo de comisión (venga de Valencia, Irán, Andalucía o Madrid), ni la familia más regia tuvo noticias de que un avispado yerno pudiera hacer ningún mal consiguiendo contratos para su empresa, aunque fueran inexistentes.

Y todos rodeados de angelitos, que además de inocentes, deben de ser idiotas.