Generalizar es peligroso. Se corre el riesgo de amontonar bajo un mismo precepto a ejemplares que no se rigen por parámetros iguales. Sin embargo, lo hacemos. Para ir de cabeza al error.

Por lo general, las generaciones más mayores ven a sus adolescentes/jóvenes como vagos, iletrados e irrespetuosos. Eso, como mínimo. Me reafirmaba yo en esa creencia el otro día cuando me topé en una visita (terriblemente dura, por cierto) al campo de exterminio de Auschwitz con una estudiante de Erasmus que iba de cháchara. «Algo había oído, pero no sabía que habían matado a tanta gente, ni eso», decía la moza sin sonrojo. Lo grave no es que no conociera ni un poco del episodio más grave de la Historia de la Humanidad; sino que ella, que llevaba ¡seis meses! estudiando en Cracovia gracias a una oportunidad única, no se hubiera molestado en informarse ni un poco sobre la ciudad y el país que iban a acogerle durante un año entero. Resoplé, pero callé.

Me vi un par de semanas después en Sevilla. Caí por casualidad, mientras esperaba a que desfilaran los pasos de la ‘madrugá’, entre un grupo de quinceañeras. Era casi cómico observar al quinteto de chavalitas, pintadas como puertas, chatear con sus ‘niños’ mientras aguardaban. «Me dice esto», «A mí aquello», y yo me sonreía por dentro sin poder evitar la escucha.

Cuando a lo lejos sonaron las cornetas, la más salerosa se giró hacia su amiga con el rostro emocionado y le enseñó el ‘whatsapp’ que acababa de remitir a su novio. Acompañando a una recién tomada foto del Cristo de Triana, alcancé a leer lo que escribía a su amor: «Luego hablamos, que aquí llega mi Rey». Sin palabras me dejó. Bueno, con un puñado: generalizar es peligroso. E injusto.