No soy muy dada a la nostalgia. Pero creo que no toda la evolución es positiva. Desde que tengo uso de razón, he visto fútbol. Ya fuera por televisión o en vivo en Las Gaunas (¡aquellos maravillosos años!), me encantaba aquel ambiente de rivalidad, a veces menos sana de lo que parecía. Todo desprendía un aroma a entretenimiento blanco, sin demasiada maldad y, todo sea dicho de paso, sin mucho dinero.
Pero llegó la pasta y… otras cosas peores. Aparecieron las alineaciones en las que a duras penas veíamos un apellido nacional. Surgieron las malas costumbres de azuzar a los árbitros, entrenadores y jugadores rivales hasta un nivel de preocupante grosería, por no decir delictiva. Emergieron las connotaciones políticas atribuidas, entre otros, a jugadores, clubes o modos de fichar. Se desarrolló el lucrativo negocio de las apuestas, con cientos de negociantes que se llenaban los bolsillos con las derrotas o victorias de los equipos más insulsos. Y, como no podía ser de otra manera, también aconteció la corrupción, con maletines repletos de billetes sucios, que compraban sedes de mundiales y victorias pírricas para vergüenza del deporte rey.
He visto muchas cosas deplorables en el vasto universo del balompié. Pero nada como la magnitud de la violencia que se vivió el fin de semana en las calles de Marsella y Niza. El peligroso cóctel de salvaje fanatismo, alcohol y masa enfurecida acabó con imágenes dantescas, más propias de una batalla campal o de una guerrilla urbana en un conflicto bélico, que de un partido de fútbol. Porque, señores, pese a todo el alcohol, política y negocio, el fútbol es tan sólo un juego. O, al menos, eso debería seguir siendo.