Parece que las personas funcionamos mejor bajo presión. Y si la presión se transforma en amenazas, tanto mejor. De hecho, esta herramienta coercitiva de modificación de la conducta es eficaz en cualquier rango de edad, desde infantes púberes hasta venerables mayores, y prácticamente en casi todos los ámbitos de la vida, desde las altas esferas de la política (recuerden la alta efectividad que ha logrado Ciudadanos en sus respectivos pactos con el PP con el simple amagos de levantarse de la mesa de negociación) hasta las más bajas cotas de nuestra cotidianeidad (pruebe en cualquier conflicto entre desconocidos a mencionar la intervención policial, por ejemplo).
Y esto es lo que más me pena me da. Es lamentable que la buena educación, el acuerdo y el diálogo hayan quedado en un plano secundario a la hora de solucionar conflictos. Les pongo un ejemplo de lo más prosaico. Llevaba este verano cosa de un mes registrando llamadas en mi móvil de una compañía telefónica que quería advertirme de varios ahorros si me trasladaba bajo su paraguas de servicios. Algo, por supuesto, que no me interesaba. Lo intenté en varias ocasiones con amabilidad y dicha amabilidad se transformó en sequedad en la vigésima llamada. Y sobre la trigésimo quinta llamada decidí abandonar el buen tono: «Mire, señorita, no sé quién le ha dado mi número, pero lo que está haciendo es acoso y he tomado la determinación de interponer una demanda contra usted y su empresa por lo que considero una intromisión desproporcionada y habitual en mi vida privada; déme por favor su nombre y apellidos». Desde entonces, mi teléfono no ha registrado más llamadas de esa índole. Una pena tener que llegar a estos extremos.