Es tremendo comprobar cómo algunos integrantes de los nuevos partidos, esos que se vanaglorian de ejercer una ‘nueva política’ alejada de los estándares empleados por la casta, se comportan exactamente igual que los de los viejos partidos. O, si te descuidas, peor.
Cuando llegaron al panorama nacional, se afanaron por todos los medios en distinguirse de los que estaban asentados. A unos se les llena la boca con propuestas peregrinas y con una muy cacareada lucha contra la corrupción y contra la falta de ética en la política. Pero apenas transcurren unos minutos con el escaño amarrado empiezan a percibirse nuevas sinvergonzonerías, esta vez acuñadas por las nuevas manos, pero que desprenden el mismo y rancio tufo de los viejos corruptos.
Otros, cuando accedieron al estatus político, proclamaron que la democracia interna sería la máxima con la que funcionaría su formación para desterrar los ‘dedazos’ y demás fórmulas tradicionales de elección. Eso sí, en cuanto los debates se agarrotan en cuestiones supuestamente irrenunciables, se acaba la paz y comienza la guerra sin cuartel con mensajes envenenados en los medios y en las redes sociales, porque eso de la democracia participativa ya no es tan práctica cuando de dar mandobles al camarada se trata. Por lo visto, no encuentran un momento para quedar y aclarar sus desencuentros en privado, sino que se lanzan dardos de maledicencia en todo foro público que se precie.
Y es que no acabo yo de ver tanta diferencia entre los viejos políticos y los nuevos. De hecho, creo que a los segundos les va al pelo (o a la coleta) el apelativo más preciso de ‘nuevos viejos’ políticos.