No sé cuál es la solución para el embrollo de Cataluña. Parto de la base de que nadie lo sabe. Ni los políticos catalanes que azuzan los disturbios, ni los que contemplan pasivos las revueltas, ni los descerebrados que violentan las calles. Ni siquiera los verdaderos damnificados: los vecinos, comerciantes y hosteleros que soportan la peliaguda situación con estoica resignación.
La inacción que nos dispensan nuestros dirigentes (los de antes y los de ahora, tampoco en eso hemos mejorado) ha tornado en ingobernable una situación que hace años (y millones desfalcados, todo hay que decirlo) que se descontroló, merced a unos gobernantes corruptos que escondieron tras la cortina del nacionalismo su peor faceta de delincuentes (pregúntenles a los Pujol Ferrusola y demás acólitos).
El surrealismo alcanza cotas inéditas cuando los violentos destrozan las calles catalanas bajo la excusa de luchar por la ¿libertad? de expresión y contra la injusticia de la condena a los líderes separatistas. ¿Alguien concibe que esto sucediera en otra parte de España? ¿Se contemporizaría tanto si alguien descontento con una sentencia judicial reventara las calles de otro punto de la geografía nacional?
El Estado de Derecho regido por la ley nos distingue de regímenes no democráticos. Una ley que emana del pueblo para controlar al propio pueblo y a sus gobernantes. Una ley que aplican los tribunales de forma proporcionada y equitativa. Una ley que respalda a esos policías que afrontan casi en solitario la desvergüenza de un país demasiado acomplejado para tomar el control. Una ley que se puede cambiar por la voluntad de la mayoría. Pero que, sobre todo, marca la convivencia para que esto no sea una selva, sino algo serio y decente. Aunque no lo parezca.