No deja de sorprender que con la creciente exposición pública a la que todos nos sometemos a diario –amén de las redes sociales–, se tengan que regular algunas prácticas que deberían cumplirse ‘per se’ sin que hubiera una ley por medio.
Y es que más allá de que Rajoy haya cumplido con celeridad una de sus promesas electorales sobre la transparencia informativa de las administraciones públicas, llama la atención que haya que reglar algo que debería ser inherente a un cargo público. Con hasta dieciséis páginas, cuando seguramente sobraría con una frase. Ya recogía Plutarco en su día la manida frase que Julio César le dedicó a su esposa: «A la mujer del César no le basta con ser honrada, sino que además tiene que parecerlo». Y miren si ha llovido desde entonces, pues ni eso ha calado.
¿Ven realmente necesario decirle a un cargo público que se espera de él honestidad y transparencia? Es como si a un médico se le tuviera que explicar que no tiene que herir a sus pacientes, o a un cocinero que no puede escupir en la comida que sirve. De locos, ¿no?
Pues no, aquí, visto lo visto, es imprescindible. Empiezan ahora a conocerse detalles de la futura ley como que los cargos públicos sólo podrán recibir regalos de cortesía (todos sabemos de dónde vienen estos lodos); que las actuaciones de los altos cargos estarán guiadas por la buena fe, la no discriminación y la responsabilidad; o que el cargo público que haga un uso indebido de las pecunias públicas tendrá que dar cuentas a la Justicia.
Entiéndanme, que lo lamentable no es la ley en sí, sino los comportamientos pasados –y presentes– que han obligado a redactar semejante escrito. Me parece a mí.